“No
odiéis ni deseéis nada:
éste
no es vuestro mundo, extranjeros.”
(Basilides)
La
brutal maniobra distractora que asedia por doquier el corazón humano con un
sinfín de aterradores miedos y la promesa de los más variopintos placeres, no
ha sido capaz empero de lograr acallar, allende milenios y siglos, el estremecimiento
metafísico que, de cuando en cuando, sacude misteriosa e ineludiblemente el
alma de ciertos seres humanos. Allí donde y cuando el Espíritu sopla, caprichoso,
nada ni nadie puede acallar su llamada, poderosa fuerza dinamizadora de aquello
que es, por encima del afán de tronos, potestades y dominaciones, esencialmente
humano: la fascinación de la carne y la sangre por lo sagrado.
Espíritu,
siempre tan libre y liberador que, gracias a Dios, se resiste y resistirá a ser
monopolizado por ninguna de las cientos de miles de religiones curiales u
obediencias pasadas, presentes y aquellas otras que aún nos están por sobrevenir. Experiencia transhumana
plena y gratuita que, venciendo cualquier tipo de abusos, cercos, límites, métodos,
esquemas, banderas, barreras, leyes y fronteras neo-inquisitoriales, aún nos
refina, cualifica y hermana en el más puro conocimiento de la verdad. Pese a
quien pese (dioses), caiga quien caiga (tronos, torres y autoengaños), eterno paráclito y
creador, ven (si quieres, claro) e infunde en nuestra alma permanente virtud.
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