Se requiere cierto valor (al
menos pericia y artificio en el autoengaño) cuando se pretende el examen
filosófico y conmovedor de toda una vida, cuanto más si amenazan sutiles destellos
de cordura. Antes convendría, navegando hacia atrás el río del tiempo,
volver al momento en que llegamos al último capítulo de este postrer
ensayo. Renuncio instintivamente a toda sorpresa al lector: ya fuese de la
melancolía que me causaba el verse finalmente vencido, o ya por
la disposición del cielo, que así lo ordena, a mi pesar habré de
morir. Guardo empero en mi siniestra manga de tahúr literario una última
astucia. Sólo queda invitar al sueño del lector a tratar de descubrirla, cabalgando
y descabalgando, entre el frágil escenario y oscenario de la realidad inventada.