“Sea cual sea el camino que emprendas
no hallarás los límites del Alma andando,
tan insondable es su logos.”
(Heráclito de Éfeso)
“Asistimos a la maravilla cuando observamos
cómo el Espíritu da forma al cuerpo.
Pero cuando es el cuerpo quién engendra en sí
el Espíritu, maravilla de las maravillas.”
(Jesús de Nazareth)
Una de las ventajas certeras que son atribuibles a casi todas las grandes crisis es la de permitir al ciudadano replantearse la adecuación real de la sociedad en la que vive, la fiabilidad del orden establecido que ante él se resquebraja, al tiempo que le permiten descubrir, con dolor y de primera mano, que existen pocas cosas tan inexpoliables como la propia virtud.
El ser humano actual no necesita conocer la verdad, sino únicamente disponer de un conjunto confortable de creencias, de las que no pueda dudar y –por ello mismo- a las que pueda llamar “verdaderas”.
Ese es el artificio que le permite llegar a vivir y agotar el transcurso de su vida sin volverse demasiado loco, aunque para ello tenga que pagar el alto precio de tener que vivir permanentemente esclavizado por una creciente cadena de errores. A esa cadena nos hemos referido en otras ocasiones bajo el término realidad-tunel, cuyos eslabones permanecen tan alejados de la tradicional Aura Catena.
Aquellos que la antropología y la etnopsicología actual estudia como chamanes, meros residuos caricaturescos del chamanismo primordial, son ahora los herederos de aquellos hombres y mujeres que disponían del don de la visión, la llave que capacita para atravesar el umbral de lo mágico, allí donde la dynamis del Espíritu conforma la materia y la anima, los fieles depositarios del secreto de la oscura continuidad entre la vida y la muerte, que luego habrían de dar forma a las actuales formas religiosas supervivientes y a todas las que ya están prácticamente extintas, ausentes de la memoria.
Allí donde hogaño tanto se estiman los réditos de la extracción y refinamiento del aceite de piedra, en otro tiempo se custodió con mayor celo la pasada, presente y futura sabiduría, en las que ahora son llamadas escuelas de misterios, ilustres predecesoras de los tecnificados servicios de inteligencia de las grandes superpotencias político-económicas supra-nacionales actuales. Nada nuevo bajo el sol.
Aquellos centros celosos colectores y protectores del antiguo saber de Palestina, Siria, Libia, Egipto, Líbano, Irak -y bien pronto Irán-, conforme a la agenda previamente diseñada y siguiendo directrices muy precisas, ahora han caído en desgracia.
Sentenciadas por una guerra anunciada, como ahora lo es Grecia por la implacable deuda económica a la que ha sido abocada de antemano, el vértigo de su glorioso pasado se desvanece en las sombras, sin que quede ya piedra alguna sobre piedra. La puerta de los dioses ha sido expoliada. El ánfora de Pandora rompió su sello y fuimos incapaces de retener tantos dones como aquella contenía, salvo quizá la esperanza. Los genios del mal han tomado el relevo y campan ahora por sus fueros. Nada nuevo bajo el sol.
Sirva este nuevo vano esfuerzo literario para recordar aquella mirada chamánica, capaz de desentrañar lo real oculto tras el velo aparente de las circunstancias y las cosas. Era William James quien recordaba que las diáfanas puertas de la percepción nos muestran la realidad, tal cual es, infinita, y nos advertía de cómo aquellos deseos no tranformados en actos, se volvían el veneno más corrosivo para el Alma humana.[1]
Aquél que ha permitido que tú abuses de él, ¡bien te conoce! Así como la oruga elige las hojas más hermosas para depositar sus huevos, el vil sacerdote deposita su maldita intermediación sobre aquellos mejores goces. Demasiado pronto los hombres han olvidado que toda divinidad reside en el corazón.
Así como el arado no obedece a las palabras, tampoco Dios pierde el tiempo recompensando plegarias. Por más que la secta editorial de la autoayuda quiera tomar el pelo a los ingenuos aspirantes a felices, y que hoy en día sean tomados por sabios y norma toda clase de necios, ya sean éstos egoistas y sonrientes, o se trate en su caso de aquellos más tristes y ceñudos, sólo el dolor engendra lo que el placer fecunda.
Por más que se empeñe, la burda mirada necia no habrá de observar lo mismo que advierten en sutil designio los ojos del chamán. El mundo muestra cuanto se oculta tras sus umbrales recónditos a aquel que lo abraza con la mirada serena. El humo del incienso no se revela menos elocuente que los destellos del vitrum esférico o las sombras sobre el negro espejo del agua.
La dulce parsimonia del gesto ritual indescifrable ha de resultar necesariamente luminosa para quien la traza desde el centro enigmático del Alma, allí donde ya no tienen más cabida los pormenores cotidianos, allí donde al chamán real le nace la mirada atenta, tan cuidadosa como amable. Esa mirada es la que habrá de tejer a su vez el lector con la sabia perseverancia con la que construye el pájaro su nido en la rama, dibuja la araña su tela en el aire y gesta el hombre la amistad en su corazón.
La realidad se desplegará ante sus ojos deslumbrante y silenciosa, con todos sus matices y relaciones, toda vez sea capaz de suspender en él aquellos juicios y suposiciones que conforman el grillete mental de su constreñida y limitante programación previa. Vaciarse para disponer de la capacidad de poder recibir.
Para quien descubre esta nueva mirada ni el rugir del león, ni el aullido del lobo, ni la bravura agitada de los océanos, ni la precisión de la espada son porciones de Infinito demasiado grandes. Todo cuanto se describa desde la valentía encendida de estos renovados ojos alejará de tu lado a aquellos hombres ruines, incapaces de hacerse con un alma ni tan siquiera simularla. En la colmena laboriosa no hay lugar para la tristeza. El cántaro guarda para sí lo que el manantial rebosa.
Deseo que estas palabras te ayuden a descubrir toda la magia del mundo, aquella que permite a la Eternidad enamorarse de las obras del tiempo, sin por ello devorarlas, como muestra la imagen explícita que las encierra. Si ello es posible, daré por bien agradecido el modesto regalo.
Actúa. Así como los calabozos fueron construidos con ladrillos legales, y los prostíbulos mediante concilios teológicos, para ser entendida, la verdad ha de ser antes creída. Quien ama el agua se sumerge raudo en la corriente del río: nunca perdió tanto tiempo el águila como cuando escuchó los consejos de caza del cuervo.
Actúa. No caigas en asumir la dócil consigna del que nació esclavo: “No fui yo. No fue a mi”. Recuerda que sólo una sociedad que sea razonablemente libre y cuyos individuos, moralmente fuertes y de gran calidad humana, no estén sometidos a controles excesivos será la que sea de por sí viable económicamente.
Recuerda también la sabia advertencia que nos hacía certera Pheminoe, la sibila Líbica que fue madre del hexámetro griego, y cuyo célebre final fue inscrito a golpe de cincel en el pronaos del ya derrumbado templo de Apolo, en Delfos:
"Te advierto, quienquiera que fueres, hombre que deseas sondear los arcanos de la naturaleza, que si no hallas dentro de ti mismo aquello que buscas, tampoco podrás hallarlo fuera. Si tú ignoras las excelencias de tu propia casa, ¿cómo pretendes encontrar otras excelencias? En ti se halla oculto el tesoro de los tesoros. Conócete a ti mismo y conocerás el universo y los dioses".
Actúa. Sé programada y sistemáticamente ascético o heroico en cuestiones mínimas e innecesarias; haz a diario alguna cosa, lo que sea, por la sencilla razón de que preferirías no hacerla, de modo que cuando se aproxime la hora de la más nefasta necesidad no te sorprenda con nerviosismo, sin preparación para afrontar con dignidad la prueba.
Lee y actúa. El amor a la verdad constituye, al mismo tiempo, la más sublime y la más trivial de las indagaciones humanas. Ahonda en los más pequeños resquicios, pero también abre las perspectivas más amplias. No da de comer, se suele decir, pero puede inspirar valor a nuestras almas. Y aunque sus modos de expresión, sus dudas y cuestionamientos, sus sutilezas y su dialéctica, repugnen tan a menudo al mediocre, ninguno de nosotros podríamos apañárnoslas sin los lejanos e intermitentes destellos de luz que el rostro del verdadero amante arroja sobre aquellos horizontes aparentes del mundo. Comprender significa, después de todo, abarcar con la mirada.
Antes de atreverte a adentrarte más allá y emprender así la pertinente masticación, deglución y posterior digestión definitiva de esta humilde obra, permítaseme una última recomendación que debemos al polímata Abdul Latif, fiel heredero de las Escuelas de Misterios babilónicas, que en su “Llave de Oriente” nos dejó la siguiente recomendación:
«Al leer un libro, esforzáos todo lo posible para comprenderlo de memoria y asimilar su sentido. Imaginad que el libro desapareció y que podéis prescindir de él, sin que os afecte su pérdida... Uno debe leer relatos, estudiar biografías y conocer las experiencias de las naciones. De este modo, será como si en el breve lapso de su vida él hubiese vivido contemporáneamente con los pueblos del pasado, mantuviese con ellos una relación íntima y conociera las virtudes y los defectos de cada uno... Quien no ha soportado el esfuerzo del estudio no podrá saborear la alegría del conocimiento... Cuando hayáis completado vuestro estudio y vuestra reflexión, ocupad vuestra lengua con la mención del nombre de Dios, y elevad sus alabanzas... No os quejéis si el mundo os da la espalda, pues os distraerá de la adquisición de excelentes cualidades... Sabed que el conocimiento deja una huella y un perfume que aclama a su poseedor; un rayo de luz y brillo que lo envuelve y lo destaca»[2]
Únicamente si te muestras a un tiempo osado y digno de aprovechar la dicha de mirar a tu alrededor desde la conciencia que eres, con absoluta honestidad, cabe esperar la posibilidad de que estas palabras, que ya quieren dar en ti comienzo, no se te atraganten.
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