sábado, 11 de febrero de 2012

Los Terapeutas


“La perfección siempre llega de modo inesperado.
Por ello es preciso estar abiertos,
preparados para cuando la ocasión
haga aparecer el nunc aeternum,
lo indecible.”
(Francesco Alberoni) 
“Quien se ha hecho esclavo de los hombres
se ha hecho antes esclavo de las cosas”
(Epicteto de Frigia, s. I)





Pocos psicólogos y profesionales de la salud actuales conocen que, en origen, el término griego terapeuta significa “servidor de Dios”. Ese era el término por el que querían ser conocidos una comunidad de judíos egipcios contemplativos que se establecieron durante el siglo I de nuestra era en las proximidades del lago Mareotis, próximo a la ciudad de Alejandría.

Si hoy conocemos las hazañas de este significativo antecedente del monacato cristiano, es gracias al relato de primera mano de Filón, que los conoció en persona y nos hizo llegar la descripción[1] de su modo comunitario de organización.
La vida contemplativa o de los suplicantes contiene los pormenores y el encomio de un grupo dúplice de ascetas judíos, hombres y mujeres, que viven separados de la gran urbe, con un proyecto de contemplación, que incluye la lectura, el estudio y la interpretación de las Escrituras, la vida en común durante las comidas y liturgias y la búsqueda del ideal filosófico y de renuncia a los bienes exteriores.



Aún proviniendo de sitios diversos, los miembros de esta comunidad convergen en un objetivo común, un esfuerzo por mejorarse (ascesis) para entregar el fruto de ese tesón al grupo. De este modo, los “terapeutas” mantienen una alternancia entre vida independiente y vida comunitaria. Viven aislados seis dias a la semana, dedicados a la contemplación y al estudio de sus textos sagrados.

El séptimo día estaba dedicado a la comunidad, donde en congregación se realizaba una exégesis simbólica y comentario de la escritura por parte de los miembros más ancianos.

Cada siete semanas, se celebraba un ágape comunitario frugal extraordinario, acompañado de la lectura y comentario de textos. Tras la comida, la asamblea cantaba salmos en estilo antifonal. Esta celebración llega a su culmen con un representación coral con el que se conmemoraba el paso del Mar Rojo que se narra en el Éxodo. Tras el rezo comunitario, los terapeútas se recogen en su vivienda particular.

¿Qué motivaciones puede llevar a unos individuos a desear mantenerse alejados del “estado de bienestar” que procura la urbe?

No son muy extremistas en su aislamiento, como los anacoretas del desierto, que malviven escasos de agua y provisiones en grutas o enterramientos saqueados por los necromercaderes. No buscan evadirse de un mundo en las postrimerías, en una oscuridad y silencio que sea permanente. Buscan, por encima de todo, alcanzar un equilibrio entre la autonomía individual y la vida en sociedad, entre la satisfacción frugal de las necesidades básicas y la celebración ritual, entre los dones de la reflexión interior y los del diálogo fructífero.

No desdeñan en modo alguno compatibilizar fuentes griegas y judías, tratando de armonizar la pluralidad y diversidad doctrinal entorno a la idea conciliadora de una misma Voluntad Eterna que se pone de manifiesto en la riqueza y variedad de la multipicidad. Encontrar en las ideas y modelos de explicación que encuentran los hombres, el escondido guiño de lo divino. De Dios.

En la república “independiente” de los y las terapeutas, pues se trataba de comunidades dúplices o mixtas[2], los diálogos y las discusiones son siempre amenizadas por banquetes que forman parte del encuentro ritual de convivencia y favorecen el diálogo y la voluntad de salir de uno mismo, después de los seis días de concentración contemplativa. En ellos se sirven con fraternidad unos a otros, pues consideran que entre ellos “nadie es más que otro”.

Invocan himnos, cantan y bailan, cuidan los huertos y recogen las frutas y las flores que amenizarán los encuentros semanales, se entregan con pasión al estudio de las “artes que les liberan”: matemáticas, filosofía, medicina, astronomía y teología mística. Y todo ello como una forma de servicio y entrega desinteresada a la comunidad, rostro visible de Dios en la tierra. Encuentran su salud en una idea central: llegar a ser dignos “Servidores de Dios”.

Para Filón, esta “medicina” que ejercen y profesan en la vida comunitaria es mucho mejor que la que se practica en las ciudades ya que, sin descuidar tampoco los cuerpos, da preferencia al cultivo y liberación de las almas, afectas a males tan graves como los que son infringidos por los placeres y las concupiscencias, los miedos, las codicias, por la locura y la injusticia, y por un número infinito de disturbios mentales y vicios.

La disciplina a la que libremente se someten les otorga la virtud de la profecía y de la curación espiritual y corporal, pues tales son los dones con los que se suele recompersar al que practica un esfuerzo desinteresado por la comunidad. Esa significación es la que ha calado en el término que utilizamos en nuestros días, lo que no se reconoce es su fuente, que excede con creces el mero entrenamiento académico e instrumental.

El terapeuta no cura tanto por lo que sabe, como por lo que sirve. Es decir, sirve porque verdaderamente sabe y entiende la importancia y responsabilidad de tal servicio.

A los terapeutas lo que ciertamente les interesa es el afán por ver claro, por elevarse sobre las nubes y el sol sensible, en un entorno convivencial que favorezca la felicidad perfecta: sano el cuerpo, sana el alma, sano el espíritu y fecunda y amena la naturaleza y el paisaje.



La situación geográfica de los terapeutas, frente a la proximidad del lago Mareotis, es óptima, tanto por la seguridad del lugar en el que se asientan como por la temperatura de la atmósfera. Las aldeas y las casas garantizan esta seguridad. Las continuas brisas que suben del lago, que desemboca en el mar, y la continuidad del oleaje otorgan alta salubridad a la  composición del aire. Las casas son notablemente sencillas y fueron diseñadas para garantizar una doble protección indispensable: contra las quemaduras del sol y contra el hedor del aire.

El ideal terapeuta resulta difícil de practicar en el mundo moderno; hoy no hay lugar para la introversión radical, el primer objetivo de los terapeutas. Los fugitivos del mundo no tienen hoy otro recurso que la locura, el cuidado de un huerto ecológico, o la soledad y el silencio que exigen la práctica y la dedicación al arte, a la poesía, a la reflexión, al paro laboral o al retiro forzoso.

Este modo filosófico de vida plena, capaz de colmar la existencia y llevar a cada ser humano a su plenitud, justifica la presencia de los Terapeutas en nuestra obra, como ejemplo práctico e iluminador de lo cerca que pueden llegar a encontrarse futuro y pasado, y también como llamada a recuperar lo esencial de una memoria que pretenden hurtarnos los asépticos discos duros. Su gran capacidad de renuncia a las propiedades mundanas y se celo comunitario, no dejan de sorprendernos, abducidos como estamos por la comodidad material y sensorial. Ellos, a diferencia de Orfeo, o la mujer de Lot, supieron construir un presente sin caer en la tentación de mirar hacia atrás.

Algunos autores[3] enfatizan, como un claro argumento en su contra,  el carácter contemplativo que ofrecen los terapeutas frente a una vida más activa, como la que caracterizaba a las comunidades esenias de Qumrán, que también repudiaban la esclavitud y vivían cerca de los cultivos que los alimentaban.

Quizá también heredaron del quehacer de los Esenios[4] la consideración de la oración como el modo más adecuado de honrar a la inteligencia creadora del universo a través de su creación natural.

Al igual que luego hicieron los Terapeutas, los esenios también eran pacientes y meticulosos eruditos, que registraban y documentaban sus tradiciones para unas generaciones futuras que sólo podían imaginar. Puede que el mejor ejemplo de su obra se encuentre en las bibliotecas ocultas que dejaron por todo el mundo. Al igual que cápsulas del tiempo metódicamente situadas, sus manuscritos proporcionan instantáneas del pensamiento de un pueblo antiguo y de una sabiduría olvidada.

Otros rasgos también nos hacen apreciar con claridad la huella esenia en el proyecto terapeútico. Así, si alguien deseaba ser miembro de la comunidad (Yahad) debía ser instruido, aceptado y luego pasar dos años de prueba para ingresar definitivamente.

A los que hacían el juramento y entraban en la comunidad se les exigía una vida entera de estudio de la Ley, humildad y disciplina. No volvían a jurar pues estaban obligados a decir siempre la verdad. Sus bienes pasaban a ser parte de toda la comunidad y, al igual que los frutos del trabajo personal, se distribuían según las necesidades de cada uno, dejando una parte para auxiliar a pobres, viudas, huérfanos, mujeres solteras de edad, desempleados, forasteros y esclavos fugitivos que, sin ser integrantes de la comunidad, requirieran de esta ayuda. Se imponía también la observancia de un estricto código de disciplina, cuya base era la corrección fraterna mutua. La comunidad de Qumrán, se autosostenía con los trabajos agrícolas. En las ruinas es notable el número de depósitos de agua. Estos eran imprescindibles para las necesidades físicas de la comunidad en medio del desierto, pero también desempeñaban una parte importante de su ritual, que incluía numerosos lavados.



Otros autores[5], ven en ellos, un antecedente claro del monacato cristiano egipcio de San Antonio Abad (251-356), San Menas Kalliquelados[6] (285-309), San Pacomio de Egipto (287-346) y el clan familiar de Santa Macrina la Joven (324-379) San Basilio de Cesarea (330-379) y San Gregorio de Nisa (335-400), donde quizá no habría que ver sino una normal y natural continuidad.

Para esto grandes padres y madres, precursores del cristianismo revolucionario, el bien se encuentra siempre en la vida en común del cenobio.[7]

Este proyecto de vida en común se materializa en la consentida sujeción a una Regla de Convivencia, a la que se profesa voluntaria obediencia y fidelidad, y en la que el trabajo, medio fundamental de subsistencia, no puede ser separado de la oración, instrumento de elevación y desarrollo de lo humano hacia su plena sublimación espiritual.[8]

Sería este tesón comunitario el que luego fecundaría el monacato celta de Santa Brígida de Irlanda[9], en Kildare (470) apartir del siglo VII, durante el periodo luminoso de la Alta Edad Media hasta su finalización, con la reforma gregoriana de los siglos XI y XII, que terminó por socabar y contaminar la idea original con la intromisión del patrocinio de una nobleza que no iba a permitir que su control se le escapara de las manos.

A la manera de Cicerón, también nosotros miramos hacia el pasado para extraer las excelentes lecciones de vida que esconde[10], la experiencia de unas acciones humanas que trataron de hacer frente a los problemas que les acuciaban.

Nos resistimos, por un lado, a los sesgados modelos historiográficos oficiales y a todas las tendenciosas explicaciones totalizantes, y por otro a la simplicidad wikipédica de nuestra actual comodidad intelectual.

Nos preocupa el sentido de la intrahistoria orteguiano, o, como sostiene con acierto Feliz Rodríguez Mora, la letra pequeña de la historia, esa que tanto necesita ser atendida como entendida, estudiada con cuidado y con todo el amor y la grandeza de ánimo que requiere el donoso escrutinio del estudio de nuestro pasado.

Los Terapeutas, como muchos hoy,  repudiaron la vida de la ciudad, elijieron vivir en comunidad de bienes, no admitiendo la propiedad privada dentro del ámbito colectivo,  valoraron tanto la oración interior como el exfuerzo productivo exterior. Quizá puedan ser un referente, siempre cuestionable y mejorable, para los que anhelan un proyecto de transformación social, con que llenar las úlceras sagrantes tras el derrumbe del actual Imperio.

Ellos demostraron que se podía elegir, y ellos fueron y son historia precisamente por ello. Nos une un vínculo de gratitud y admiración hacia aquellos hombres y mujeres que, a su manera, trataron de dar la mejor respuesta a su alcance, a los problemas que también a ellos les acuciaron. Su ejemplo, como el de tantos otros, marcha sustantivo por delante, como indicador certero de por dónde se hallan las claves verdaderas del progreso y cuán real puede llegar a resultar lo que un día tan sólo fue imaginario.






[1] Filón de Alejandría, De Vita Contemplativa, Trotta (2009)
[2] De donde habrían de surgir los denominados monasteria duplicia, también denominados monasterios dobles o también  cohospitae.
 
[3] Plinio el Viejo, Flavio Josefo, Dion Crisóstomo, Hipólito de Ostia y Epifanio de Constancia. También Filón de Alejandría sostiene esta misma tesis.
[4] Término que puede provenir del hebreo assanya, esto es, sanador, epíteto que el pueblo aplicaba a estos bautistas matutinos, tovilé shahrit, según el Talmud.

[5] Entre los que destacan Eusebio de Cesarea, Epifanio de Salamis y Pseudo-dionisio.

[6] Enterrado, tras su decapitación en el año 300, junto al lago Mareotis.

[7] Koinos (común) y biós (vida).

[8] Antecedente del “Ora y Labora” benedictino.

[9] También dúplice.

[10] Felix Rodrigo Mora, Crisis y utopía en el siglo XXI, Maldecap (2010)

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