lunes, 13 de febrero de 2012

La muerte de Hilerno

“Parva urbs,
sed bene munita.”
(Tito Livio, Anales XXXV) 

δ πεκρίνατο ατος
πατήρ μου ως ρτι ργάζεται
καγ ργάζομαι
(Juan 5,17)

“Delante del juez no se larga,
pocas palabras y mirada a tierra.
Al que se va de la lengua se le desgarra
y sin demasiado cuidado se la entierra”
(Honorable sociedad, 1412)








A los que soportamos y sobrellevamos de mala gana la sociedad actual, que somos bastantes más de los que nos atrevemos a confesarlo públicamente, no nos queda otra alternativa disponible. Habremos pues de inventarla. A todos cuántos contribuyan al diseño de una nueva sociedad humana y se sumen a tan alta causa, habremos de bien retribuirles  con trigo y podrán tener el grande honor de saborear el vino del concejo en la centenaria copa de plata.
No son muchas ni fiables las fuentes clásicas de las que disponemos a la hora de reconstruir el pasado de los pobladores de la península y para así poder justificar las evidentes variantes que presenta nuestra histórica idiosincrasia, con respecto al conjunto europeo. Así, por ejemplo, nuestra férrea resistencia a la oferta de dominación de Roma, por entender nuestra forma de organización previa mucho más civilizada.
Hemos de recurrir a los autores grecolatinos[1] que se tomaron la molestia de describir nuestras costumbres y a la corroboración arqueológica de las necrópolis[2] para tratar de entender –paso previo al de amar- cómo y por qué somos como somos.


Nuestra organización ha sido siempre antes horizontal que vertical, y sólo por motivos de estricta necesidad o crisis, la asamblea delegaba el liderazgo aglutinador de la defensa comunitaria en los puntuales caudillos o en los designados por el conjunto como jefes.
Dicen que, cada año y en Concejo abierto, dividíamos los campos a suertes y estos se trabajaban según lo hubiera decidido el sorteo. La cosecha era comunal y se hacía de ella reparto según las necesidades de cada cual. La mentira y el engaño se castigaban con la muerte o, peor aún, con el ostracismo.
Dicen de nosotros que preferimos autogobernarnos libres que sufrir el yugo de ser gobernados a la fuerza por otros[3], por entender que la libertad es un don mayor que el de la vida. Que somos capaces de agotar al Orden establecido con nuestros caóticos[4] fuegos incendiarios- Que creemos que sólo hay progreso real cuando se pasa de una sociedad de jefatura a otra mucho más igualitaria, y no a la inversa, como entienden muchos. Y que la vejez –tanto en trasuntos angélicos como diabólicos- es casi siempre un grado.
Que nos gusta hacer sentir como héroes a quienes se juegan la vida por la comunidad y parten con la feliz consigna espartana de “vuelve con el escudo –pelta- o sobre él” pero “nunca sin él”.
Como ocurrió allá por año 193 a. C. con Ilernus o Hilerno, designado por la asamblea como legado para establecer alianza entre vacceos, vettones, orcades, carpetanos y celtíberos, y sumar así fuerzas contra el imperial invasor que alteraba la paz previa, para imponer nueva la suya y siempre por el convincente argumento de las armas. Y luego con Olonico u Olindico, en 170 a. C. que sobre estimó la voluntad de los dioses de estar de su lado y lo pagó muy caro. Y al venerable Caro o Cacido, como portavoz de los segedenses en 133 a.C., en la pugna por ampliar la muralla frente a la desautorización del Imperio, que costó a posteriori la pervivencia de la gloriosa resistencia de los héroes de Numancia.
Sea como fuere, en los asuntos de la vida, ya fuera en tiempos de guerra o de paz, cuando hay que tomar decisiones que afectan los intereses comunes es el pueblo reunido en asamblea quien soberano las toma. Nunca necesitaron los celtíberos para poder dirimir y esclarecer todas sus cuestiones de orden práctico y convivencial, de ningún rey o Estado. No concebían otra autoridad que la pública asamblea en la que primero se escucha a los que se sabe más sabios, los ancianos.
Y portavoz no es el que manda, sino el que habla por todos, el que da la cara, aunque se la partan. No hay más honor que el que viene de la mano del valor y del esfuerzo por la causa común. Iguales en la vida, en la muerte e, incluso, en el descanso eterno, odiaban la falsedad y la mentira, por encima de todo.

Así éramos nosotros, antes de ser moldeados a gusto y necesidad de imperio impuesto, antes de estar sujetos a reyes ni reinados. Prontos a dejar la vida cuando se nos hacia enojosa, prefiriendo el suicidio a las penalidades de una vejez precaria, acostumbrados a la agilidad y resistencia, luchando con los rigores del clima y prontos para la pelea, sabios protectores de la naturaleza en la que se protegen y subsisten, tan respetuosos con la muerte, como amantes de la vida, el solaz, el recreo y la fiesta, como aquellas tan machistas que eran las doncellas las que perseguían a los mozos con ramos y tirsos. Saltando hogueras. O presumiendo a caballo, de agilidad y destreza.  Así éramos nosotros.
Lejos del calor del hogar, que hacía más llevadero el oscuro y frío manto de la noche invernal, Hilerno cayó prisionero a manos de las legiones de  Marco Fulvio, en las proximidades de aquel pequeño núcleo carpetano en el que dieciséis siglos más tarde, en  1412, se fundó la honorable sociedad de la Garduña, aún vigente. Aceptó así el destino que le había previsto el imperio de un dios tan innominado como poderoso.


[1] Diodoro de Sicilia y Floro están entre los que mejor nos reconocemos.


[2] Mª Paz García-Gelabert, Marco socio-político de celtiberia, Lvcentum IX-X, 1990.


[3] Los ejemplos se suceden in extenso a lo largo de nuestra tribal historia: Cántabros, numantinos, guanches…


[4] Y habría que añadir “estratégicos”.

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