“Desventurados aquellos que invocan un ídolo
y son escuchados. Pierden su propia conciencia,
porque no pueden creer ya que serán escuchados
por sí mismos”
(Gustav Meyrink, El ángel de la ventana de Occidente, 1927)
“Se alzó un clamoroso y penetrante sonido
brotando de su boca,
haciendo reventar nuestra masa de eter
en una intensa llama roja sin nombre,
tan brillante como abrasadora.
Así acabó todo”
(Edgard Allan Poe, Diálogo entre Eiros y Charmión, 1839)
Las últimas producciones de la factoría Hollywood han demostrado que la ficción apocalíptica es rentable, ya que, muy por encima de la tragedia colectiva, supone nuestra extinción individual, que es la que, en último término, más nos preocupa. Así, al menos, nos consolamos acudiendo como espectadores de primera fila a un espectáculo que no queremos perdernos. ¡Qué lejos estamos de tratar de alcanzar esa comunión espiritual íntima con la destrucción absoluta, capaz de revelarnos la Verdad que somos![1]
En 1965 mi admirado piamontés creo una suerte de falsa dicotomía en la que situar al género humano o en la que dejar a cada ser humano situarse a su plena conveniencia: los apocalípticos y los integrados.
Por apocalíticos nuestro semiólogo entiende aquella categoría de seres humanos pesimistas, no tanto a cerca de su propia condición como hacia la de sus semejantes, a los que considerarían aferrados a la nostalgia de un tiempo que ya nunca habrá de volver.
Los integrados, mucho más optimistas o ingenuos, serían los que identifican futuro y progreso humano.
Nosotros vamos a tratar de trastocar dicho tendencioso campo de significacias, por otro tanto o más tendencioso si cabe, pero mucho más de nuestro gusto, conservando, eso sí, idéntica terminología de la que nos hacemos eco, en esta ocasión.
En nuestra realidad-tunel actual, podemos encuadrar en la categoría de apocalípticos a los que saben que lo único capaz de derrotar la dominación del “dragón” es la verdad. La revolución es, pues, una batalla por y para lograr que la verdad triunfe sobre la hipnosis.
Integrados son ahora -en nuestro particular modelo- todos aquellos que consideran al dragón prácticamente inderrotable y por ello optan por situarse estratégicamente en las concurridas cercanías de su venenoso pezón, sabedores de que “más vale joder que ser jodidos” o, en un tono quizá algo más conciliador, aquello de “el primero, capador”. Ellos -los integrados- son los que sostienen, defienden y alimentan, “algo menos” hipnotizados que el resto, la hipnosis del dragón. Vamos, los más interesados en que la bestia se perpetue y funcione, ad eternum.
Queda pues por dilucidar lo que el dragón representa. Y para ello, nada mejor que beber de los clásicos. En este caso, de Homero, quien nos representa al dragón en todas sus posibilidades bajo la forma de la bella hija del Titan Atlas, que reinaba en la también hermosa isla de Ogigia, y de la que ya tuvimos buena ocasión de explayarnos en otro lugar.
Aquel ciego rehén que aquel otro ciego inmortal hizo pasar por troglodita[2], nos describe la vasta gruta de ninfa de largas trenzas, capaz de alegrar el corazón del recluido con la misma eficacia que el Estado del Bienestar lo logra con sus ciudadanos “libres”, en los siguientes términos:
“Ardía en el hogar un gran fuego, y el olor del hendible cedro y de la tuya, que en él se quemaban, difundíase por la isla hasta muy lejos; mientras ella, cantando con voz hermosa, tejía en el interior con lanzadera de oro. Rodeando la gruta, había crecido una verde selva de chopos, álamos y cipreses olorosos donde anidaban aves de luengas alas: búhos, gavilanes y cornejas marinas, de ancha lengua, que se ocupaban en cosas del mar.
Allí mismo, junto a la honda cueva, extendíase una viña floreciente, cargada de uvas; y cuatro fuentes manaban muy cerca la una de la otra, dejando correr en varias direcciones sus aguas cristalinas. Veíanse en contorno verdes y amenos prados de violetas y apio.[3]
Ulises no disfruta en ese paraíso forzoso que no es para él sino cruenta cárcel mortificadora, en la que pena atormentado por fuertes pesares, retenido contra su voluntad, impotente de llegar a su verdedera patria, al no disponer de naves provistas de remos y compañeros que le conduzcan por el ancho dorso del mar, consume sus días sentado en las rocas de la playa, consumiendo todo su ánimo en lágrimas, suspiros y dolores y, clavabando los ojos en el ponto estéril, derramaba copioso llanto.
Clavando los ojos en el dragón que oculta al temible Poseidón, su gran alto funcionario. Nada de lo que le proporcione, “generosa a su pesar”, Calipso habrá de servirle en su huida de Ogigia, ni la magnífica pero endeble nave, ni los nutrientes, ni los ricos vestidos que empapados de la amargura del ponto son sólo un pesado lastre. Nada. Tan sólo las referencias celestes de mantener la Osa-Carro, la única constelación que no se baña en los dominios de Poseidón, siempre a su izquierda fueron las que le sirvieron a Ulises para atisvar la tierra Feacia. El único don útil de Calipso.
Sólo el manto de invisibilidad que le proporcionó Ino Leucótea[4] transfigurada en gaviota, le permitieron alcanzar la orilla y descansar en tierra tras dos días de agotadora travesía sano y salvo.
Varias son las lecciones que el reo que planea fugarse de manera efectiva ha de saber extraer del didáctico episodio que nos relata Homero.
La peor cárcel es la que se disfraza de palacio lleno de placeres y comodidades. Abandonemos sin titubear la confortable isla de Ogigia y los cuidados forzosos de Calipso en cuanto se nos presente la oportunidad de poder hacerlo.
El dragón atemorizador no va a aceptar de buen grado que nadie se atreva a traspasar los límites de sus dominios y a retar su capacidad destructora. No nos lo va a poner nada fácil y tratará, por todos los medios a su alcance –y son muchos- en destruir a los rebeldes y –con ellos- a la rebelión.
Lo más valioso para salir de este combate liberador es ir provisto de altos ideales, celestes o transhumanos, capaces de llevar al ser humano más allá de la prisión de su mezquino interés particular.[5]
Sólo el total abandono a lo mejor de nuestra condición humana, a lo que es más sustantivo, nos permitirá salir airosos del esfuerzo liberador. El resto, todo aquello que un severo, intensivo y ciudadoso condicionamiento se nos ha hecho sentir como irrenunciable y necesario, muy al contrario, es algo total y perfectamente prescindible. Por encima de nuestros apegos, lo verdaderamente necesario es renunciar a todo lo accesorio que nos ata y aprisiona.
Llevamos demasiado tiempo envenenados quizá para percibir los férreos barrotes mentales de nuestra prisión, que ya nos resulta hasta confortable y segura para resguarecernos de los peligros de la libertad.
Quizá debieramos retroceder a la inocencia infantil en la que todavía conservábamos intactos nuestros sentidos y podíamos darnos cuenta de haber dado comienzo a un peligroso juego en el que arriesgamos la formación del alma.
Nadie –salvo nosotros mismos- nos reprochará nunca haber elegido la comodidad del bando “integrado” y ceder al miedo. Los “apocalipticos” aún conservan algo de la pureza y la conciencia infantil de quien aún no se ha sumergido en el sueño cotidiano del todo, sino que se mantiene lúcido en el juego sin tomarse nada excesivamente en serio a veces, y aún puede ver que las reglas de juego no son más que eso, reglas que de conocerlas se puede entrar a jugar, y por tanto se dedica mucho tiempo a reconocerlas, mientras el “integrado” ya las ha interiorizado y desconoce que se podría jugar con otras reglas, siendo realmente inconsciente de la cárcel en la que se encuentra.
¿Cuántas veces nos hemos parado a reflexionar si todo aquello que hacemos en nuestra cotidianeidad y nos da paz interior, seguridad, estabilidad; todo aquello que creemos que nos permite mantener un centro de gravedad permanente, funciona realmente así o se nos ha configurado mediante un adoctrinamiento social y anímicamente para que nos lo creamos hasta el punto de convertirlo en real en nosotros mismos?
¿Y hasta qué punto, cuanto nos aporta lo contrario a la paz interior, cuanto nos atemoriza y perturba no está igualmente configurado para evitar que se entre en crisis individual y se tambalee la estructura creada: las reglas del juego y el propio juego?
¿Hasta qué punto “el bien” esconde una parte de nosotros que no llegamos a ver del todo ni a conocer lo suficiente, una parte que se cierra como una habitación con puerta que nos da pavor abrir pero de la que continuamente salen emociones, pensamientos y voliciones que no llegamos a saber interpretar pero modifican nuestras acciones, y a la que denominamos “el mal”? ¿Y qué conciencia de nosotros tenemos si nunca llegamos a abrir esa puerta del todo para que entre allí también la luz y se ventile un poco?... De hecho, esta misma reflexión interior, ¿no nos suena libertina, peligrosa: no nos crea malestar interior?
¿Qué es el sometimiento? ¿Sometido es quien hace, dice, siente, piensa y ansía aquello que le proporciona paz interior, y al mismo tiempo se resigna ante aquello que parece que sucede y que tambalea su estado anímico? ¿O someterse es tomar conciencia, reconocer hasta con el último átomo que nos configura en nuestra forma, que no sabemos qué va a suceder dentro de un segundo, y que no hay nada que podamos hacer para saberlo y menos aún para modificarlo? Tomar conciencia no es aplicar normas ni leyes, y menos aún si esto además ocurre de manera mecánica, casi automática, como el automóvil que cambia de marcha sin que nos enteremos…Tomar conciencia, saborear el instante fugaz, no es sólo una cuestión de los sentidos, sino el reconocimiento o autodescubrimiento interior de nuestra sustantividad como seres humanos.
Someterse es tomar conciencia de la Realidad y de nosotros mismos, comprendiendo íntimamente que efectivamente lo que llamamos normalmente vida no es más que un sueño y que lo que consideramos transcendente, espiritualmente superior y mejor, no puede ser resultado de la aplicación de normas y leyes que nos aprisionan y nos ocultan las habitaciones de nuestra casa para impedir que entre la luz y se vea lo que en ellas se oculta.
La liberación espiritual no puede significar el cambio de un sueño por otro, sino el llevar la luz hasta la oscuridad para que la oscuridad desaparezca. Y esa luz es la propia conciencia… Y el llevar luz a los hombres para darles almas de hombres, entrando en todas las habitaciones que haya y que pueda haber, las sociales y las individuales, las de aquí y las de allí; el llevar luz a todas partes. Tarea que sólo pueden llevar a cabo con éxito seres humanos de calidad,quellos quienes ya no tienen habitaciones oscuras.
Umberto Eco me situaría dentro de sus “apocalíticos” al afirmar que la humanidad se perdió aquel día que se pusieron las primeras leyes y normas draconianas que cerraban puertas y oscurecían habitaciones en las que debe entrar la luz del alma. Estancias íntimas que deben ser abiertas y ventiladas, para que la llama de la conciencia que somos las ilumine de par en par, y nos llene de fuerzas para emprender el crucial proceso de autoliberación interior. Necesitamos recuperar toda nuestra humanidad para contribuir a liberar la causa humana totalitariamente esclavizada.
[1] Al estilo de J.G. Ballard en “El mundo sumergido” (1962) o “El mundo de cristal” (1966)
[2] Jorge Luis Borges, El inmortal (en El Aleph, 1947)
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