"Ante la tentación,
ve a una ciudad en la que no seas conocido
y peca allí."
(Moed Kattan 17a)
"No hay peor blasfemia
que la solapada."
(Leo Strauss, On Plato's Symposium 1959)
¿Ha existido
siempre la actual ruptura entre el ser humano y el mundo de lo divino? ¿Hubo
alguna vez un tiempo sin abismo, en
que todos los seres humanos experimentaran la unidad de todas las cosas que
habían sido creadas, la continuidad entre el mundo creado y ordenado conforme a
fiables leyes naturales cuantificables, y el artífice-legislador divino?
La
ciencia parece haber optado por desenvolverse en la niebla más rentable de lo
creado, que por arriesgarse al necesario extravío en la oscuridad del Creador,
y no puede decirse que haya sido una elección desacertada.
Aquellos
que han optado por restablecer el puente que cruza el abismo, se ha situado
involuntariamente en el punto de mira de la psiquiatría oficial. La auténtica
espiritualidad se ha vuelto un asunto peligroso, y eso que, de tan íntimo,
resulta casi secreto. Quizá para las autoridades
que instrumentalizan a las autoridades
sanitarias, ese sea el peligro mayor, tal y como ya anticipara George Orwell en “1984”: el verdadero
e impune crimen mental.
El
iniciado testifica el deseo que el hombre tiene de alcanzar el mundo divino, el
paraíso perdido, dentro de su propia forma tradicional y por medio de aquellos
símbolos que le son más afines, ya sean estos judíos, cristianos musulmanes, en
último término, egipcios.
De
esta manera, el esoterismo judío se encuentra inmerso en la forma tradicional
correspondiente, según la cual el Dios vivo se manifiesta a sí mismo en toda la
creación y se revela al pueblo de Israel,
llamado a ser “Luz entre las naciones”,
en el Sinaí y en la Toráh.
También
el hebreo, como lengua sagrada en el que está escrita la Toráh, constituye uno de los pilares claves del judaísmo y, por
tanto, de vía iniciática judía. Esta lengua constituye la llave maestra para
los secretos más profundos del Creador
y de la creación y se utiliza también para los arduos amagos de descripción de la experiencia
espiritual.
Todos
los movimientos en la historia del judaísmo forman en su unidad la tradición
judía, como una entidad única. Los iniciados judíos de todos los tiempos, a
través de sus actividades espirituales, han intentado restaurar el contacto del
hombre con una realidad divina, de tipo eterno, que se encuentra más allá de
nuestro mundo finito y humano. Sin embargo, cada corriente lo hizo a su propio estilo, enteramente
particular, y que a menudo se distinguía de otros movimientos, anteriores o
posteriores, por su forma de acercarse al tema: vamos, el mismo perro, pero con
distinto collar…
Uno de
los factores que se encuentran en el fondo de las considerables diferencias que
se dan a veces entre las diversas modalidades es el hecho de que éstas surgieron
en diferentes períodos. Hasta cierto punto, cada movimiento lleva las marcas de
su época. Así, muchos judíos experimentaron en propia piel los rigores de la vergonzante (para sus autores) expulsión de
su España -donde su cultura había gozado de una edad de oro-, en 1492, como
catástrofe insuperable que condujo
después a un fuerte resurgimiento mesiánico. Este deseo del Mesías y de la redención se manifestó
en la Cábala luriánica, que se
encuentra enteramente influenciada por el mesianismo.
Sin
duda alguna, existen puntos de contacto entre los diversos movimientos de la
tradición judía, ya que, de un modo u otro, todos ellos hablan del desarrollo
de la actividad espiritual para
alcanzar el gran tabú: una experiencia
directa del mundo divino. A pesar de eso, no debemos caer en la
equivocación de meter todo en un mismo saco.
Los orígenes del
pueblo judío y su acerbo espiritual son oscuros, como los de todos los pueblos
y religiones que borraron todos los rastros “idólatras” de la malograda tradición
que les precedió, según hoy lo tiene bien claro la Historia de las Religiones, y a la inversa de lo enfatizado por las
distintas ramas abrahámicas, que
quieren tener la propiedad de la deidad, característico afán de los tres monoteísmos, que consideran a cada
una de sus tradiciones como única, hasta tal punto que la Historia nace cuando ellas aparecen o cuando se conocen sus
libros sagrados que las unifican, lo que es particularmente válido con respecto
al judaísmo y cristianismo, que conservan casi todo el Antiguo Testamento (Tanakh),
su Historia Sagrada, en común.
Rainer Albertz en su Historia de la religión de Israel en tiempos del Antiguo
Testamento afirma:
De hecho, ninguna de
las religiones conocidas se encontró con una especie de tabula rasa en
materia religiosa, sino que se fue construyendo poco a poco sobre categorías ya existentes. Y eso es
válido para el cristianismo, para el budismo, para el islam y, naturalmente,
también para los del Shemá.[1]
En todo caso, la Toráh, o sea el Pentateuco, obra atribuida a Moisés –aparte de las dos versiones
del Génesis y otras numerosas aparentes
contradicciones que contiene– ha sido siempre tomada como lo más sagrado y
el verdadero centro de su cultura, que ha ido consolidando la Tradición Judía tal cual ha llegado a
nosotros, desde los remotos mitos
fundacionales, los Patriarcas,
su descendencia y la constante del exilio y la persecución, al punto de
hacerlos esclavos en ciertos períodos, aunque finalmente se liberan siempre.
Pero posteriormente coincidiendo
con el reinado de David y Salomón y la construcción del Templo ésta adquiere así su máximo
esplendor y brillo, siendo la “civilización mayor” -en muchos sentidos- de toda
el área de Medio Oriente.
La vida de este
pueblo es tanto una constante paradoja como una permanente aventura, allí donde
quiera que el sagrado Nombre de su divinidad vaya cambiando, hecho este que luego
sirvió de excusa a los cabalistas como caldo de cultivo fértil de sus
especulaciones, que culminaron en la alta Edad
Media, en España, mejor dicho, en Sefarad[2]: “el Jardín” de los orígenes.
Así, este pueblo de
pastores seminómadas, o nómadas, se va organizando lentamente, en tribus o
clanes con estadías prolongadas en territorios no hostiles de otras
civilizaciones, como los de Egipto o
Caldea,[3] y enriqueciéndose
por estos saberes que siempre supo aprovechar y al mismo tiempo darles su
característica propia basada en la Toráh,
o ley, que incluye los diez mandamientos (mitzbot), recibidos por
Moisés en el Monte Sinaí y que grabará en dos piedras, que, junto con la Toráh escrita y los libros posteriores
incluidos en el Antiguo Testamento,
constituyen el corazón de la tradición judía.
Y sobre todo la
enseñanza oral y aquellos comentarios cripto-esotéricos, metafísicos, que el
propio legislador susurró -compartió en secreto- con sus discípulos y éstos con
otros hasta nuestro sol, según lo atestigua la Tradición del pueblo de Israel
que desde el comienzo se hizo presente y cristalizó lento en el fértil crisol
de la Cábala.[4]
Hasta ese momento predomina
una visión del mundo era "animista" y la presencia chamánica de lo
sagrado se encuentra, epifánicamente expresada[5],
en árboles (encinas), rocas (como es el caso de la piedra de Jacob en la que apoyó su cabeza y
sintió su tremendo poder), pozos, o
fuentes santas.
Tal cuál ha sucedido
con todos los pueblos que se conocen, muchos de los cuales han padecido
análogas circunstancias o parecidas experiencias, que también se dan en el
microcosmos y en la larguísima iniciación en el Camino del Conocimiento, por la
correspondencia entre el hombre y el universo.[6]
Bajo el dominio
griego la antigua tradición hebrea florece y produce autores como Filón de Alejandría[7] y el historiador Flavio Josefo; desde entonces el
influjo griego ha sido permanente, como lo ha sido para los cristianos y
posteriormente para el Islam, de lo
cual es buen ejemplo la obra de Ibn Arabí.
Finalmente los islámicos introducen en buena parte ese pensamiento que hoy es
el propio de los occidentales en toda Europa (luego pasará a América), como lo
habían difundido anteriormente los romanos y bizantinos a través de sus
Imperios.
Sin embargo para los
judíos guiados por hwhy,
el Orden, o la Ley, es, como se puede apreciar en el relato bíblico,
susceptible de numerosas transgresiones por sus jefes es decir sus conductores
elegidos por hwhy
mismo, como es el caso de David y
otros.[8]
Aunque las más graves sin duda son las atinentes a la confusión y suplantación
de la magia vulgar o supersticiosa en detrimento de una más aristocrática teúrgia o profética revelación.
Este es un tema bien delicado,
ya que la distinción entre Magia y Teúrgia es apenas perceptible, aunque
la Tradición Hebrea, es decir la Cábala, denosta también a la magia y a
sus practicantes –tal cual es evidente en ciertas partes de la Biblia– al igual
que posteriormente lo haría José
Chiquitilla (o Gikatilla) y otros, que en el siglo XIII en Sefarad repudiaban la magia de los
ignorantes y literales al mismo tiempo que realizaban trabajos de trasfondo
metafísico que actuaban a todos los niveles, como han sido siempre para la
historia de este pueblo los pantáculos, las transposiciones de letras y
números, los cuadrados mágicos y talismanes que reclaman la intervención del cosmos, sus misterios y Nombres
Divinos irrumpiendo en la humanidad, transfigurándola.
Se debe decir que
todos estos elementos son propios de la Tradición
Hebrea, aunque pueden rastrearse muchos de otras civilizaciones con las que
convivió y que no sólo han dado profetas que veían en sueños –lo que es tan
importante en esta Tradición de
grandes taumaturgos y augures como hacedores de la lluvia.[9] Puesto que excelsos
sabios y rabinos, distantes en el tiempo –pero que existen actualmente en
verdad en otro plano de la realidad– están unidos sólidamente por la gran cadena
áurea, en la que la misma voz de la deidad se hace presente.
O sea, la permanente
presencia divina, ya que es el mismo hwhy quien los ha protegido, pese a que una y otra vez se hayan desviado de la Tradición, por lo que también los
castiga y constantemente los somete a esa presión que garantiza una dócil teshubá.
El pacto es el pacto. La deuda es la deuda. Nolens volens, nada nuevo bajo los
rigores del ardiente “hijo” solar.
[1] Rainer Albertz, Historia de la religión de Israel en
tiempos del Antiguo Testamento, Editorial Trotta, Madrid, 1999.
[3] El patriarca Abraham,
origen genético y espiritual de las tres religiones monoteístas, era oriundo de
Ur, en Caldea, tierra de afamados "magos" o “magi”, que era como
por aquel entonces se denominaba a los teúrgos y sabios caldeos.
[5] Cf. Areté, Prólogo, QyDado (2012)
[7] El cual al abrazar la filosofía griega formula al judaísmo
en esa perspectiva transformando el Mito
en Logos. Es decir, la elaboración
judaica y bíblica en un logos griego.
[8] La poligamia no fue sólo admitida, sino practicada por
estas tribus, y aún en la época de los reyes porque la unión estaba ligada a la
descendencia física y espiritual. Fueron cientos, si no miles, las esposas y
concubinas de Salomón a lo largo de
su reinado.
[9] Llamados "trazadores de círculos". Hasta la época
del nacimiento de Jesús (Joshua ben
Joseph ha Meshiá) había una familia, los hijos y nietos de Honi, a los que venían los sacerdotes a pedirles que hicieran
llover. Fue tan grande su poder que incluso mandaban sobre los mismos
espíritus, por lo que fueron amonestados por los rabinos que, sin embargo, los
necesitaban. El trazado de círculos era imprescindible en sus ritos.
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