miércoles, 30 de mayo de 2012

Shemá Israel...

"Ante la tentación,
ve a una ciudad en la que no seas conocido
y peca allí."
(Moed Kattan 17a)


"No hay peor blasfemia
que la solapada."
(Leo Strauss, On Plato's Symposium 1959) 





¿Ha existido siempre la actual ruptura entre el ser humano y el mundo de lo divino? ¿Hubo alguna vez un tiempo sin abismo, en que todos los seres humanos experimentaran la unidad de todas las cosas que habían sido creadas, la continuidad entre el mundo creado y ordenado conforme a fiables leyes naturales cuantificables, y el artífice-legislador divino?

La ciencia parece haber optado por desenvolverse en la niebla más rentable de lo creado, que por arriesgarse al necesario extravío en la oscuridad del Creador, y no puede decirse que haya sido una elección desacertada.

Aquellos que han optado por restablecer el puente que cruza el abismo, se ha situado involuntariamente en el punto de mira de la psiquiatría oficial. La auténtica espiritualidad se ha vuelto un asunto peligroso, y eso que, de tan íntimo, resulta casi secreto. Quizá para las autoridades que instrumentalizan a las autoridades sanitarias, ese sea el peligro mayor, tal y como ya anticipara George Orwell en “1984”: el verdadero e impune crimen mental.

El iniciado testifica el deseo que el hombre tiene de alcanzar el mundo divino, el paraíso perdido, dentro de su propia forma tradicional y por medio de aquellos símbolos que le son más afines, ya sean estos judíos, cristianos musulmanes, en último término, egipcios.

De esta manera, el esoterismo judío se encuentra inmerso en la forma tradicional correspondiente, según la cual el Dios vivo se manifiesta a sí mismo en toda la creación y se revela al pueblo de Israel, llamado a ser “Luz entre las naciones”, en el Sinaí y en la Toráh.




También el hebreo, como lengua sagrada en el que está escrita la Toráh, constituye uno de los pilares claves del judaís­mo y, por tanto, de vía iniciática judía. Esta lengua constituye la llave maestra para los secretos más profundos del Creador y de la creación y se utiliza también para los arduos amagos de descripción de la experiencia espiritual.

Todos los movimientos en la historia del judaísmo forman en su unidad la tradición judía, como una entidad única. Los iniciados judíos de todos los tiempos, a través de sus actividades espirituales, han intentado restaurar el contacto del hombre con una realidad divina, de tipo eterno, que se encuentra más allá de nuestro mundo finito y humano. Sin embargo, cada corriente lo hizo a su propio estilo, enteramente particular, y que a menudo se distinguía de otros movimientos, anteriores o posteriores, por su forma de acercarse al tema: vamos, el mismo perro, pero con distinto collar…

Uno de los factores que se encuentran en el fondo de las considerables diferencias que se dan a veces entre las diversas modalidades es el hecho de que éstas surgieron en diferentes períodos. Hasta cierto punto, cada movimiento lleva las marcas de su época. Así, muchos judíos experimentaron en propia piel los rigores de la vergonzante (para sus autores) expulsión de su España -donde su cultura había gozado de una edad de oro-, en 1492, como catástrofe insuperable que condujo después a un fuerte resurgimiento mesiánico. Este deseo del Mesías y de la redención se manifestó en la Cábala luriánica, que se encuentra entera­mente influenciada por el mesianismo.




Sin duda alguna, existen puntos de contacto entre los diversos movi­mientos de la tradición judía, ya que, de un modo u otro, todos ellos hablan del desarrollo de la actividad espiritual para alcanzar el gran tabú: una experiencia directa del mundo divino. A pesar de eso, no debemos caer en la equivocación de meter todo en un mismo saco.

Los orígenes del pueblo judío y su acerbo espiritual son oscuros, como los de todos los pueblos y religiones que borraron todos los rastros “idólatras” de la malograda tradición que les precedió, según hoy lo tiene bien claro la Historia de las Religiones, y a la inversa de lo enfatizado por las distintas ramas abrahámicas, que quieren tener la propiedad de la deidad, característico afán de los tres monoteísmos, que consideran a cada una de sus tradiciones como única, hasta tal punto que la Historia nace cuando ellas aparecen o cuando se conocen sus libros sagrados que las unifican, lo que es particularmente válido con respecto al judaísmo y cristianismo, que conservan casi todo el Antiguo Testamento (Tanakh), su Historia Sagrada, en común.

Rainer Albertz en su Historia de la religión de Israel en tiempos del Antiguo Testamento afirma:

De hecho, ninguna de las religiones conocidas se encontró con una especie de tabula rasa en materia religiosa, sino que se fue construyendo poco a poco sobre categorías ya existentes. Y eso es válido para el cristianismo, para el budismo, para el islam y, naturalmente, también para los del Shemá.[1]

En todo caso, la Toráh, o sea el Pentateuco, obra atribuida a Moisés –aparte de las dos versiones del Génesis y otras numerosas aparentes contradicciones que contiene– ha sido siempre tomada como lo más sagrado y el verdadero centro de su cultura, que ha ido consolidando la Tradición Judía tal cual ha llegado a nosotros, desde los remotos mitos fundacionales, los Patriarcas, su descendencia y la constante del exilio y la persecución, al punto de hacerlos esclavos en ciertos períodos, aunque finalmente se liberan siempre.

Pero posteriormente coincidiendo con el reinado de David y Salomón y la construcción del Templo ésta adquiere así su máximo esplendor y brillo, siendo la “civilización mayor” -en muchos sentidos- de toda el área de Medio Oriente.




La vida de este pueblo es tanto una constante paradoja como una permanente aventura, allí donde quiera que el sagrado Nombre de su divinidad vaya cambiando, hecho este que luego sirvió de excusa a los cabalistas como caldo de cultivo fértil de sus especulaciones, que culminaron en la alta Edad Media, en España, mejor dicho, en Sefarad[2]: “el Jardín” de los orígenes.

Así, este pueblo de pastores seminómadas, o nómadas, se va organizando lentamente, en tribus o clanes con estadías prolongadas en territorios no hostiles de otras civilizaciones, como los de Egipto o Caldea,[3] y enriqueciéndose por estos saberes que siempre supo aprovechar y al mismo tiempo darles su característica propia basada en la Toráh, o ley, que incluye los diez mandamientos (mitzbot), recibidos por Moisés en el Monte Sinaí y que grabará en dos piedras, que, junto con la Toráh escrita y los libros posteriores incluidos en el Antiguo Testamento, constituyen el corazón de la tradición judía.

Y sobre todo la enseñanza oral y aquellos comentarios cripto-esotéricos, metafísicos, que el propio legislador susurró -compartió en secreto- con sus discípulos y éstos con otros hasta nuestro sol, según lo atestigua la Tradición del pueblo de Israel que desde el comienzo se hizo presente y cristalizó lento en el fértil crisol de la Cábala.[4]

Hasta ese momento predomina una visión del mundo era "animista" y la presencia chamánica de lo sagrado se encuentra, epifánicamente expresada[5], en árboles (encinas), rocas (como es el caso de la piedra de Jacob en la que apoyó su cabeza y sintió su tremendo poder),  pozos, o fuentes santas.

Tal cuál ha sucedido con todos los pueblos que se conocen, muchos de los cuales han padecido análogas circunstancias o parecidas experiencias, que también se dan en el microcosmos y en la larguísima iniciación en el Camino del Conocimiento, por la correspondencia entre el hombre y el universo.[6]




Bajo el dominio griego la antigua tradición hebrea florece y produce autores como Filón de Alejandría[7] y el historiador Flavio Josefo; desde entonces el influjo griego ha sido permanente, como lo ha sido para los cristianos y posteriormente para el Islam, de lo cual es buen ejemplo la obra de Ibn Arabí. Finalmente los islámicos introducen en buena parte ese pensamiento que hoy es el propio de los occidentales en toda Europa (luego pasará a América), como lo habían difundido anteriormente los romanos y bizantinos a través de sus Imperios.

Sin embargo para los judíos guiados por hwhy, el Orden, o la Ley, es, como se puede apreciar en el relato bíblico, susceptible de numerosas transgresiones por sus jefes es decir sus conductores elegidos por hwhy mismo, como es el caso de David y otros.[8] Aunque las más graves sin duda son las atinentes a la confusión y suplantación de la magia vulgar o supersticiosa en detrimento de una más aristocrática teúrgia o profética revelación.

Este es un tema bien delicado, ya que la distinción entre Magia y Teúrgia es apenas perceptible, aunque la Tradición Hebrea, es decir la Cábala, denosta también a la magia y a sus practicantes –tal cual es evidente en ciertas partes de la Biblia– al igual que posteriormente lo haría José Chiquitilla (o Gikatilla) y otros, que en el siglo XIII en Sefarad repudiaban la magia de los ignorantes y literales al mismo tiempo que realizaban trabajos de trasfondo metafísico que actuaban a todos los niveles, como han sido siempre para la historia de este pueblo los pantáculos, las transposiciones de letras y números, los cuadrados mágicos y talismanes que reclaman la intervención del cosmos, sus misterios y Nombres Divinos irrumpiendo en la humanidad, transfigurándola.

Se debe decir que todos estos elementos son propios de la Tradición Hebrea, aunque pueden rastrearse muchos de otras civilizaciones con las que convivió y que no sólo han dado profetas que veían en sueños –lo que es tan importante en esta Tradición de grandes taumaturgos y augures como hacedores de la lluvia.[9] Puesto que excelsos sabios y rabinos, distantes en el tiempo –pero que existen actualmente en verdad en otro plano de la realidad– están unidos sólidamente por la gran cadena áurea, en la que la misma voz de la deidad se hace presente.

O sea, la permanente presencia divina, ya que es el mismo hwhy quien los ha protegido, pese a que una y otra vez se hayan desviado de la Tradición, por lo que también los castiga y constantemente los somete a esa presión que garantiza una dócil teshubá. El pacto es el pacto. La deuda es la deuda. Nolens volens, nada nuevo bajo los rigores del ardiente “hijo” solar.



[1] Rainer Albertz, Historia de la religión de Israel en tiempos del Antiguo Testamento, Editorial Trotta, Madrid, 1999.
[2] ספרד (Abdías 1, 20), término emparentado con sdrp (paraíso), también con el sareptwn griego , el sarapthan latino y con las no menos legendarias Hespérides. Vamos, un sitio del que, si por un casual te expulsaran en aciaga hora, pasarías tu vida anhelando volver.

[3] El patriarca Abraham, origen genético y espiritual de las tres religiones monoteístas, era oriundo de Ur, en Caldea, tierra de afamados "magos" o “magi”, que era como por aquel entonces se denominaba a los teúrgos y sabios caldeos.
[4] También el Talmud ha contribuido a esta función, aunque mucho más luego, y conformará el diseño de su religión en más de una perspectiva exotérica.

[5] Cf. Areté, Prólogo, QyDado (2012)
[6] La historia sagrada del pueblo de Israel es también la descripción de los avatares del alma en el iniciado, el cual puede conjugar de modo simultáneo así toda su herencia y participar directamente de una modalidad específica, la suya, del Ser Universal.

[7] El cual al abrazar la filosofía griega formula al judaísmo en esa perspectiva transformando el Mito en Logos. Es decir, la elaboración judaica y bíblica en un logos griego.
[8] La poligamia no fue sólo admitida, sino practicada por estas tribus, y aún en la época de los reyes porque la unión estaba ligada a la descendencia física y espiritual. Fueron cientos, si no miles, las esposas y concubinas de Salomón a lo largo de su reinado.
[9] Llamados "trazadores de círculos". Hasta la época del nacimiento de Jesús (Joshua ben Joseph ha Meshiá) había una familia, los hijos y nietos de Honi, a los que venían los sacerdotes a pedirles que hicieran llover. Fue tan grande su poder que incluso mandaban sobre los mismos espíritus, por lo que fueron amonestados por los rabinos que, sin embargo, los necesitaban. El trazado de círculos era imprescindible en sus ritos.


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