"Con aquellos que Lo conocen,
habrás de juntarte."
(Maimónides, Guía para perplejos VI, 2)
"¿Alguna vez me diras: -Ya basta. Si me amas, ya basta-...?
Ni en cien siglos."
(Thomas Harris, Hannibal)
Estoy sentado a última hora de la noche, arropado en la protectora quietud del salón familiar, rodeado de los libros que más amo y aún pude salvar del exilio, escritos por grandes maestros de la humanidad.
Todos los que tanto por nacimiento como por educación podemos llegar a ser considerados occidentales, por más que incursionemos en los más variopintos exotismos del afan reflexivo oriental, estamos condenados a permanecer de por vida en tal esquema de condicionamiento cultural, sin poder escapar de él. Somos y seremos para siempre occidentales.
Esta incapacidad para escapar de esta peculiar manera occidental de entender el mundo en modo alguno debe ser entendida como una prisión, sino, más bien, como el don de poseer ciertos talentos y capacidades que, al igual que los brazos y las piernas, la boca, los dientes y el cerebro humano, pueden ser utilizados -por extraño que parezca- de manera muy constructiva. Ello implica recuperar un occidente que hemos perdido hasta tal punto, que ahora nos parece irreconocible e, incluso, equivocadamente oriental. Hemos olvidado y, por ende perdido, nuestra identidad. Por muy increíble que resulte, nos hemos extraviado tan completamente de nosotros mismos, que hemos logrado identificar erróneamente términos tan contrapuestos como "moderno" y "occidental". Y para comprar semejante falacia semántica no nos ha quedado otro remedio que el de vendernos e hipotecar el Alma. Deuda ilegítima.
Occidente ha ido demasiado lejos. El sistema se hundirá por sí mismo. La única libertad que ofrece, ya casi de un modo prácticamente obligatorio, es la de perderte como ser humano. Hará todo lo posible para que seas incapaz de desarrollar tus propias ideas o siquiera volver a reconectar con lo mejor del pasado. Es una apisonadora deshumanizada que trata, con todos los ingentes medios a su alcance, de erradicar todo vestigio humano, allá donde lo encuentre, de modo que termine siendo –en cualquiera de las infinitas posibilidades que se te pasen por la cabeza- irrelevante. Todo lo humano debe ser arrojado al más absoluto obstracismo, esto es, debe ser descartado siquiera como posibilidad. Lo humano es lastre. Hemos creado un mundo donde volver a ser humanos resulte de todo punto algo imposible. No se puede luchar contra ello. Adaptarte significa “deshumanizarte” o, de lo contrario, la única opción es resignarte a desaparecer.
Cuando uno se adentra por las sinuosas, angostas y oscuras callejuelas del laberinto de cualquier medina (aún, exiguamente, todavía y a su pesar) oriental, como Fez, no es inmediatamente consciente de que dentro de ella se encuentra otra ciudad soñada, mucho más blanca y luminosa, cuyos umbrales no resultan nada fáciles de encontrar y, mucho menos, traspasar, ya que en modo alguno resultan evidentes. Así, para arribar al Cielo es necesario adentrarse en en el inframundo, “descender” y “explorar” el interior.
Cuando se acaba por reconocer y asumir de manera existencial la polaridad de la vida, uno debe admitir la relatividad emocional de aquellos sentimientos que suscita en nosotros todas aquellas modalidades de mal que habitualmente vemos y siempre condenamos en los otros, al saber entenderlas y reconocerlas también como esencialmente nuestras.
La potencialidad al mal absoluto nos pertenece, reside agazapada en cada uno de nosotros. Lo oscuro forma parte esencial de nuestra verdadera naturaleza. Sólo la comprensión de este hecho será capaz de mitigar en nosotros el acto irracional, la admisión de cualquier nueva clase de chivo expiatorio, cabeza de turco o Guantanamo’s Torture Resort presente o futuro.
Es necesario que seamos capaces de admitir, aceptar y comprender el mal que reside en cada uno de nosotros, sin necesidad de verlo o considerarlo como un enemigo. También somos ese mal. Como bien nos enseñó a discernir el gran Carl Gustav Jung, la sombra constituye una parte inexpugnable de lo que verdaderamente somos. Una persona integra no es aquella que excluye de sí el sentimiento de culpa, la ansiedad, que no tiene miedo, sino la que de un modo real experimenta todas esas emociones sin llegar a recriminarse a sí mismo.
Bien mirado, el abono constituye el primer aroma de la más fragante de las rosas. Jung lo vio y lo aceptó:
“La gente olvida que incluso los más reputados entre los psicoterapeutas tienen ciertos escrúpulos morales, y que las confesiones de ciertos pacientes resultan muy duras y difíciles de aceptar. Pero no encontraremos ningún paciente que se sienta plénamente aceptado hasta que no se acepte lo peor que hay en él.”[1]
Es así como interpreto -en cuanto aprendiz de psicólogo- el directo consejo que aparece en el evangelio de “No juzgueis”. Quien pretenda osar guiar a otro o simplemente acompañarle un paso en el camino habrá necesariamente de sintonizar con su Alma, y ello no será posible desde la falta de aceptación profunda, reflexiva y total que merece cada ser humano, de aquello que le hace sufrir, del enigma que guarda su vida.
Si hemos de atenernos a los hechos, tomaremos clara conciencia de que Dios consiente que tengan lugar toda clase de sucesos inconcebibles, y busca entrar en los corazones de sus creaturas para mirarse en ellos de las maneras más curiosas. Nuestra habilidad entonces consistirá en saber reconocer por doquier los signos inequívocos de la picardía de su invisible voluntad.
Poseídos –en modo algun
poseedores- y arrebatados por lo real, nuestra vida es un vagar permanente,
dejándonos sorprender por la novedades que se agazapan tras cada instante, sin
garantía de avance, sin nada a lo que aferrarse más que a la impermanencia, el
perpetuo cambio, la inagotable certidumbre de la incertidumbre, el desafío de
la propia vida entendida como abismo personal e instransferible. Vivir es
asomarse a lo que no tiene fondo, lo insondable, lo escurridizo, dejarse
fascinar por magia de ser un mero y caduco existir.
Sin respuesta, sin consuelo, sin
esperanza. Vivir es sobre todo vivirse, caminar a ciegas, tantear el oasis de lo
real entre un interminable y frustrante desierto de infinitos sucedáneos.
Descubrir al fin que lo que llamábamos “vida” sólo era espejismo. Sólo entonces
desaparece toda forma –densa o sutil- de idolatría, sólo entonces cobra sentido
“el total abandono” y, de alguna manera que no entiendes, comienzas a
entenderlo todo. Un Dios taur, más misericordioso que inquietante, que simplemente
ocurre.
[1] Conferencia en Lausana, 1913
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