“Cuando
un secreto es verdadero,
resulta
imposible revelarlo.”
(Carl
Gustav Jung)
“Es
tu intento de arreglar las cosas
lo
que acaba por empeorarlas.”
(Alan
Watts)
Cada
uno de nosotros ha de aceptar –sean buenas o malas- sus experiencias vitales,
procurando por todos los medios a su alcance no identificarse con ninguna de
ellas. La plenipotencialidad del alma, al igual que le “ocurre” al no ser, en
su genuina vacuidad, todos los posibles pares de opuestos imaginados e imaginables
dócilmente en sí abraza y reúne. Tal es la dulce recompensa que le cabe a toda
aquella persona que descubre la lana áurea del Vellocino de Oro, espejo
inasible y cambiante, en su más central, profundo e íntimo seno.
Sólo
a quién descubre y conoce así su alma, le cabe entender por qué tuvo alguna
vez, en alguna parte, la necesaria ocasión de haber vivido. Saborear el precioso
don del incesante dynamis arquetípico, tan arrolladora y sutil potencia
transformadora y creadora, del propio e inexplicable escrutinio donde todo se
descubre prueba, guía, tentación, destino que ha de ser rendido e integrado en
una suerte consciencia cada vez más amplia.
Aventura
fascinante y tremenda la de atreverse a internarse en la oscuridad e incertidumbre de la
propia tiniebla, enfrentar lo numinoso para lograr al fin, tras ser incubados, renacer
sin dejar de reconocernos. Quizá el mayor pecado –si no el único- sea la
inconsciencia de la propia inconsciencia, aquella que convierte la posibilidad
real de redención heroica y apoteosis en el sórdido, consentido, predecible y
superficial simulacro del cotidiano autoengaño, tan propio de nuestros
tecnocráticos tiempos.
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