“Para
lograr suplantar aquel Dios,
creado
a nuestra inflada imagen y semejanza,
hubimos
previamente de matarlo en nosotros.”
(Carl
Gustav Jung)
En
estos tiempos, en los que aceleración y enajenación tecnológica van a la par, resulta
muy complicado asumir de manera consciente que el mal que presumimos objetivo -cuando
en realidad es proyectado- en los demás, radica en el fondo arcaico e ignoto
de nuestra propia alma. Son muy pocos los que se atreven a descender al oscuro
ámbito de su fondo primitivo, asumir las propias tinieblas y vivir el temor
primordial, con la exigua esperanza de alcanzar siquiera una tenue y promisoria
luz.
Nuestra
alma parece constituida por una delicada urdimbre de fuerzas y potencias lo
suficientemente poderosas, y tan peligrosas o útiles para ser tenidas en
respetuosa consideración, lo suficientemente grandes, bellas y razonables para
contemplarlas y amarlas. Quien renuncia a enfrentar su propia responsabilidad y
desoye su propia voz interior, resuelve ser así disuelto y arrastrado en el
magma impersonal y doctrinal del egrégor colectivo.
Lo
social entonces sólo podrá ser así sanado mediante una radical acción terapéutica
sobre nosotros mismos. No somos meros pacientes de la época. El monstruo se
gesta, eón tras eón, desde cada uno de nosotros. Cabe luego al poder político y
mediático lo de transformar la inconsciencia del propio mal en devastadora epidemia.
No vemos fuera sino la proyección de cuando gestamos dentro. Nuestra
inconsciencia fue y sigue siendo la raíz que nutre y da forma al mal.
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