“No puede mi ciudad ser arrojada
al oprobio,
ser así (con vileza) devastada.”
(Ningal, Génesis 11, 28)
“Con la docilidad del metal en el
molde,
la sangre rebosa los socavones.
Los cuerpos se disuelven como grasa
al sol.”
(Peter G. Tsouras)
A modo de escarmiento, la
destructiva tormenta de Enlil, oculto artífice del clima, arrasó y sumió en fantasmagóricos
escombros a la antaño orgullosa gran ciudad, sin que las lágrimas de Ningal lograsen
conmover siquiera un ápice los cálculos de la asamblea. Huidos y dispersados en
tropel los dioses, aborregados y cobardes, dejaron a merced de los vencedores
el tesoro del templo, profanado ya en botín de reparto, y entre ellos estaba Taré,
padre de Abraham.
Los cadáveres hacinados, inertes en las
cunetas, reseco festín de los cuervos, olvidaron que, dentro de la órbita de la insignificancia,
caben despechadas “furcias hiperactivas” que humean discordia. Pocos errores
tan graves como el de menospreciarlas. Ares es testigo.
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