“La palabra que del corazón sale
al corazón llega.
El resto no pasa de las orejas.
(Al-Suhrawardi)
Frente al symposio, en el que
necesariamente ha de tener lugar una comunión de Cuerpos, Almas y Espíritu, el
diálogo resulta un proceso divergente y delusorio, acuerdo o desacuerdo, en
todo caso nunca concordia. La aparente diversidad del simposio, oculta una
unidad que se da en un grado más elevado e íntimo, la de conspirar, ser “una
misma respiración”.
Cuando Parménides, en su calidad
de sacerdote de Apolo, entregó la lógica divina a los hombres lo hizo para que ésta
sirviera de escalera operativa al Cielo Olímpico. Esta lógica sagrada no habla
sobre la realidad, sino desde ella, buscando transparentarla, no sustituirla.
Una palabra que no disfraza sino, desde su poder, revela lo inefable. Quien
domina esa palabra era y es quien merece el nombre de mago, una palabra que se
abre a lo inesperado y lo desconocido.
La lingüística moderna nos ha
acostumbrado a reducir la mecánica del habla en términos de verbos,
sustantivos, adjetivos y pronombres, ocultándonos la verdadera dimensión sagrada
de la comunicación, su irreductible misterio, levadura tan sutil como imparable.
Aquel, y no esta mueca hiper-tecnológica que pretende hacerse pasar por
desarrollo y progreso, sí que era un mundo verdaderamente global, mucho antes incluso de que hollara
la tierra Bucéfalo, dócil bajo Alejandro.
No eran necesarios satélites de
comunicaciones, bastaba compartir un único mundo imaginal y conocer el modo de
llegar a él, para después partir. Otro tiempo, otro espacio y, en buena lógica,
otras leyes nuevas. Comerciar así con lo sagrado y el don de su lógica. Un
verdadero arte fenicio, no del todo olvidado, desde P’eime Nte-Ré, sobre la
necesidad de hacerse así joven al envejecer, conservando empero un alma antigua: sabia.
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