“En
polvo y ceniza.”
(Oseas
14, 8)
“Revivió
el hueso reseco; se halló lo perdido.”
(Ezequiel
37, 14)
Los
ciegos seres humanos se afanan en los humildes trajines del cotidiano
discurrir. Nacen, viven y mueren dentro del estrecho escenario de sus rancias y pequeñas tragedias,
anhelos imposibles y desdichas mundanas, ante la mirada aparentemente indiferente del universo. La
verdad sucede de un modo bien diferente, pues no es sino a través de la trama
urdida de pequeños gestos, medias palabras, brotes de hiedra arañando
delicadamente el muro de ciudades invisibles y abismos entre líneas, como se recrea a
cada instante el sombrío secreto ancestral que sostiene con precisión los
mundos que inventa reales. Es la venda de los sentidos y la razón la que nos
oculta estar ya en un paraíso nunca perdido.
Tras
su aparente serenidad, nuestras vidas esconden titanes a punto de desatarse. Hagamos
de la vida una atenta ascesis de la resignación, del miedo, también de nuestra
mezquindad volcada siempre en los otros; descubramos nuestra condición esencial
de ser mero reflejo de la sorprendente monotonía, de una sencillez que, a todas
luces, resulta tan increíble como insondable. Quien supo ahondar sin apegos en
los entresijos del alma humana, sabe que ninguna mirada real caerá en el
olvido, en un mundo que considera que todo lo que no sea hacer dinero es
vanidad y que sobreponerse a la cotidiana adversidad no tiene nada de heroico.
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