“A
menudo la senda que desciende
es
el mayor atajo para elevarse.”
(Juan
Matus a Castaneda)
Según
aprendí de Gurdjieff, nadie puede rezar a Dios hasta que, primero, encuentre su
propia alma y, luego, Le descubra en ella. Es un asunto de experiencia y certeza.
Todos los dioses mentales, mal que le pese a la escolástica tomista no son sino
vacuos ídolos. Pensar sobre Dios no puede traer más que desgracias o, peor aún,
religiones.
Muy
al contrario de lo que solemos (o nos hacen) creer, el ser humano es manejado
por sus pensamientos y se encuentra a merced de ellos, ya que gozan de una
mayor autonomía que la de cualquier ser vivo. Sólo quién descubre el modo de
acallar los pensamientos que, a diario, le poseen y zarandean, descubre en el
silencio interior la Palabra encarnada.
Sólo
quién se ha ejercitado y adquirido maestría en el dominio de sus anárquicos y
tiránicos pensamientos, “voraces inmortales”, ha descubierto, al fin, su
facultad divina. Franqueado el puente hacia la vida, nada vuelve a ser como
antes. Ni para quien supo franquearlo, ni para nadie.
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