Lo cotidiano, la humanidad,
nuestra familia, nuestra memoria, la memoria de lo bello y de lo amargo que
vivimos tienen un secreto sentido. Las cosas más simples, más sencillas obedecen
a un plan fuera de escena, al que nada en la escena escapa. Nacer y morir, la
ciencia y la tecnología, los pormenores del mapa universal –incluidos nosotros-
obedecen una única voluntad. El bien y el mal se entrelazan en un sutil diseño,
no evidente a la mirada perezosa, que permanece ajena a esa intimidad. Vivir no
es ser actor, sino instrumento, límite en el que sucede una mirada que no nos
pertenece, porque es única. Devenir eterno.
El principio básico de la
ausencia de dualidad sostiene cada ser, proceso auto-generado que se manifiesta
en nuestro universo aparente, simplemente ocurre. La intelección de nuestras
sensaciones hacen de nosotros unos objetos animados peculiares. Ese mismo
intelecto es capaz de crear la ilusión de separación y otorgarle visos de
realidad. Es necesario por tanto crear en dicho intelecto una ilusión
antagonista, la ilusión de liberación. El intelecto se focaliza en liberarse en
aquello mismo que el ha creado y le hace sentirse atrapado en su propia
ilusión. Todos somos objetos de un único sujeto.
Al creernos así sujetos separados,
quizá estamos usurpando “ilusoriamente” aquella subjetividad de lo inmanifestado que nos
creó. El dios extraviado en la identificación queda así liberado cuando,
debidamente desidentificado, regresa a la conciencia impersonal. Ese proceso de
desidentificación siempre es del todo algo impersonal. No puede ser realizado por ningún yo.
Terminada la obra, desaparece con ella el actor. El ser inmanifestado es.Tú que
crees que ahora lees ¿Qué buscas? ¿Encontraste al fin –fuera de ti- un espejo?
¿Halló la conciencia impersonal reposo? La mirada que se asomaba al ojo,
desapareció. Un Amor sin nombre que no descansa propicia el descanso, preciso, ocurra
lo que ocurra.
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