“Cuando el lenguaje pretende
sustituir a la vida,
lejos de conseguirlo, la arruina.”
(Carl G. Jung, Rotes Buch)
Siempre me ha llamado la atención
que, cuando se considera la remota posibilidad de una conexión entre el mundo
de los muertos y los vivos, nosotros tengamos la certeza de pertenecer al
segundo y no al primero. Estar por encima de la lápida, solo es una posición
relativa. Lo cierto es que sólo estamos al otro lado. Eso quizá explica el porqué
Jung denominó a sus curiosas alocuciones gnósticas “Septem sermones ad mortuos”.
Vivo es aquello que anima a lo
que tiene la capacidad de ser animado. Sin ánimo, somos meros cadáveres desanimados,
inercia muerta que cae sobre el abismo gravitatorio por su propio peso. Toda
vez que nos sentimos animados, quiere decir –mundus patet- que algo nos mueve
desde quién sabe dónde. Las lápidas sólo evitan que lo descubramos demasiado
pronto. Pocos conocen lo que se oculta tras la adorada piedra. La vida que guardan
difuntos y santos es la que anima a quienes “viven de prestado” e ignoran que ya
están muertos.
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