“Soy el dócil escribano
de Quien dicta mis palabras.”
(Ibn Arabí)
La vida de todo aquel en pos de
alcanzar la verdad que otorga la condición humana, transcurre como un viaje
interior, reflejado en el mapa de un viaje de aparente peripecia exterior, en
el que habrá de borrarse toda huella, perderse todo rastro –todo rostro efímero-
de identidad. Los desplazamientos por la geografía exterior corresponden fieles
al intrépido curso a través de una orografía más íntima, de un recóndito y abrupto paisaje interior.
Sin saberlo, nuestra vida es siempre
viaje transformador, una peregrinación obligada al centro desde el que se nos
llama de un modo incansable, que en vano tratamos de amortiguar y silenciar,
allí donde encontramos un vasto horizonte exterior plagado de signos.
Toda vez que la conciencia nos
devuelve a la realidad de las cosas, la vida adquiere y recobra la misteriosa
dimensión de un escondido periplo nocturno e interminable que no es sino viaje
incesante de ascensión interior desde Él, hacia Él y en Él. En el don de
existir caben a un mismo tiempo el asombro, la perplejidad y el extravío. En el
anhelo de llegar, se alternan el oído y la mirada que descubren que sólo uno es
el Viajero, que suyo es el Viaje. Que somos quizá tan sólo efímero e
imprescindible paisaje.
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