“Por el corazón puro se conoce la
verdad,
en el corazón puro la verdad reposa.”
(Yâjñavalkya)
Durante el verano, al menos en el
hemisferio norte, el periodo vacacional nos permite alterar el ritmo del
frenesí cotidiano, entregándonos el don (para algunos la maldición) de tener
más tiempo de saborear el tiempo y encontrar el método más apropiado de asimilar
su primordial cualidad estival, sin dejarse embaucar por las apariencias.
La intensidad de la luz sobre las
irisadas plumas de Uriel requiere de una lectura más sosegada, de mayor calma y
atención, a riesgo de malinterpretar su crucial mensaje. Antaño, los sabios
realizaban dicha lectura en alta voz, para saborear su estilo, impregnarse del
vibrar rítmico entre pulsos y pausas y, sobre todo, cultivar la memoria del
instante.
Leer la luz del verano, sin
intención, sin dejar que interfiera ningún perverso criterio de rentabilidad
funcional e instrumental de los que
habitualmente nos intoxican, también es un verdadero arte. No temamos ser
desilusionados por su huera frivolidad, muy al contrario, dejemos que esa
previsible decepción de lo trivial sea la que nos despierte.
Toda vez que desvelamos su
mensaje, cada instante transparenta su condición sagrada y nos instala en su
crucial encrucijada. La ascesis de los rigores iniciáticos queda en ese mágico
momento justificada y recompensada. El torpe deletreo, trocado disciplina, se
torna ahora finalmente discernimiento. El mantra de su latido, al fin, el
corazón entiende.
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