“Contradictoria coincidunt in
Natura.”
(Marsilio Ficino, Theologia
platónica)
“Quis hunc nostrum
chamaleonta non admiretur?”
(Pico de la Mirandola, De hominis
dignitate)
El séptimo signo de inmortalidad
de los diecisiete que caracterizan al ser humano virtuoso que haya alcanzado la
condición heroica, es la mutabilidad opcional, esto es, elegir el modo de
cambiar a voluntad. Puede así permanecer sentado durante horas en absoluta
inmovilidad, como un mineral respirante, vegetar frente al radiante sol
televisivo, como una planta, airarse con la vehemencia del depredador
enfurecido, danzar en torno al oscuro centro de su abismo interior, como un
cúmulo de galaxias, interpretar los designios divinos con la fidelidad propia
de un ángel e incluso sobrepasar toda la jerarquía que ordena y organiza la
precedencia de los mundos, espejando todo el universo desde sí, como imaginario
creador.
En nuestra azarosa búsqueda
transformadora, recreamos el universo al tiempo que renacemos –somos renacidos-
con él. Somos capaces de encontrar, vez tras vez, al oculto Pan en el siempre
cambiante y escurridizo Proteo, prodigioso holograma donde cada minúscula parte
se reconoce todo en el todo. Triada divina capaz de mostrar a un mismo tiempo
sus antagónicos extremos, sin dejar por ello de mantenerlos unidos en su
centro. Quizá esa fue la razón de que el mismo Hegel cayera fascinado por la
dialéctica órfica reconciliada en el éxtasis, sintiéndose obligado a la vanidad
de compartir su descubrimiento de la triádica manifestación del espíritu, tras
la lectura de Proclo. Así, el mismo Dios, obligado a su divina coherencia,
gusta siempre mostrarse por doquier tan contradictorio.
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