“Vosotros
sois dioses,
hijos
todos del Altísimo.”
(Salmo
82, 6)
“Dioses
sois.”
(Juan
10, 34)
Todo
aquel humano que tiene autoridad para juzgar y decidir sobre la vida de otros
seres humanos puede ser considerado un dios, quizá un dios mortal, si se
quiere, tangible, sudoroso, defecante, hediondo a la putrición, pero al fin de
al cabo un verdadero dios. Un dios que ciertamente habrá de dar cuenta sobre la
bondad de sus actos y la imparcialidad de sus juicios, sopesamientos y
decisiones ante el Tribunal de un Dios sobrehumano mayor en el que, tal vez, sabedores
de su subhumana condición y a “juzgar” por el triste espectáculo actual que
brindan a la concurrencia mediática, quizá ya no creen. Su facultad y poderes
los obtuvieron vía oposición o, en el caso de los gobernantes, vía impostura electoral.
No hubo fermento espiritual. Nuestras laicas sociedades no lo consentirían,
pese a que el actual juramento supra verbum admita aún la concesión del premio
o la demanda tan incondicionalmente divinos. Mucho más espabilados… qui
salvandos, salvatis sestertis.
Queda
así postergado el contacto con la Justicia última en la evanescente etapa
post-mortem que se presume a todo mortal que crea en las versiones religiosas
vigentes, toda vez que la manzana, si bien nos abrió los ojos a la propia desnudez,
nos privó de aquella cualidad divina de la que gozábamos de fábrica, como
magistrados, modelados a imagen y semejanza del Orbis Factor y neumáticos por
Su divina gracia. Quizá la astucia serpentina haya estafado también a los
prestigiosos nuevos autoproclamados diosecillos, incapaces de saber gobernarse
a sí mismos. Lo regio ha caído en desgracia, dado que son pocos los que tienen
la capacidad de salir, haciendo rodar la piedra. Simples sepulcros “tuneados” pusilánimes,
que deben toda su autoridad administrativa a la facultad memorística o al dócil
voto de aquellos cerditos llorones arrodillados ante el dictamen de su insaciable
estómago, que saben mentir con “bellas acciones y nobles arrebatos” mediante
los que aparentar lo sublime e impostar así su máscara temible, haciendo
resonar su vacua grandilocuencia: ¡Regulos tremendae maiestatis! pletóricos de
argumentos “químicos” pero maldita sea su poca “gracia”. Precaria su realeza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario