“El
mirto y el acanto me engañaron,
me
engañó el corazón de la granada.”
(Antonio
Gala, Soneto de la Zubia)
“Quien
no pagó el precio de su felicidad
así se
condenó a ser y morir infeliz.”
(Yevgeny
Yevtushenko, Mentiras)
El
precio de todo suele ser su contrario: trae vida la muerte, sinsentido la
normalidad consentida, amor el aciago desamor. La urdimbre lunar que teje el
tapiz del otoño sobre la predecible trama solar, nos dibuja ya el ala diestra
de Miguel, aquella que sombría se cierne sobre su amenazadora espada, tal y
como suele hacerlo siempre el macrocosmos sobre el microcosmos.
Nuestra
soberbia que suele admirarse con la parte, desprecia la paciencia que sabe
aguardar al todo, espejo mágico en el que se refleja y renueva, holón anidado y
anidador, el instante de cada universo. La paciencia que sabe quitarse de en
medio, para no estorbar ni interferir la fidelidad del trabajo especular. Todo
lo creado parece un todo, si se mira desde dentro, pero, ya desde fuera de sí,
se reconoce parte de un todo mayor. Ambos (el todo ascendente y sus descendientes
partes a imagen y semejanza) trabajan como unidad. La más insignificante de las
partes tiene una esencial tarea que realizar, quizá la más decisiva y
fundamental para contribuir al éxito del soberano conjunto. No puede haber
ningún fallo. El campo escalar garantiza que no haya partícula que se salga del
guión, ni siquiera aquellas destinadas a improvisar.
Nuestro
corazón se asoma asombrado a esta prodigiosa danza siempre en permanente y
meticulosa transformación, fuego incombustible, conciencia, certeza del efímero
crepitar que exhausto se extingue tan pronto como surge. Y ese asombro, al
saberse tránsito, purifica de manera extraordinaria en cada renacer la precaria
mirada.
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