“Así
como nunca se arrebata la oscuridad a los dos mundos,
la
oscuridad del alma iniciada, a caballo entre ambos,
majestuosa,
silente y sabia, es la oscuridad suprema.”
(Mahmud
Shabistari)
“Rester
soi-même.”
(Michel
de Montaigne)
Quiere
nuestro hiperactivo siglo XXI impedirnos seguir siendo nosotros mismos tras la
usura de la cronometración vital, allí donde ya no queda tiempo ni para la
reflexión sedente ni para la itinerante, aquellas donde se rumian y caminan los
pensamientos. En el estrecho lapso de una serie, de una partida de Angry Birds,
de un apresurado vistazo por los titulares digitales, el timeline del Twiter o
el muro del Facebok, pocos frutos magistrales cabe esperar de esta
deslumbrante, vertiginosa y aciaga época. Sin espacio para la reflexión y el
silencio, estamos pues abocados a un mundo sin aristas ni artistas.
Señalaba
el maestro Manuel Vicent nuestro actual desinterés por el amanecer que se
extiende centelleante sobre el mar, el oro cegador sobre los rastrojos que nos
regala la siega de agosto, el que madura en los membrillos por el temido San
Martín porcino, el que relumbra al viento en la podredumbre de la hojarasca
otoñal, en el sillar románico que enciende el sol a media tarde, el las obras de
Klimt y Matisse, en las letras capitulares de los códices de vitela, aquel oro que
nos envuelve como una dádiva, al cero por ciento de interés, en el mosto que fluye al final de la vendimia
y que sabe dorar el crepúsculo en la copa que llevamos, ya sabios, de la mano a nuestros impacientes labios, mientras
aguardamos la promesa del brillo solar, que reestrena la vida para nosotros, cada mañana.
El
oro esencial que entrega la mirada serena sobre las “Oras” no es el oro por el
que se afanan y pleitean los voraces mercados. Una mirada que verá trocar en
nosotros deseos y necesidades artificiosamente construidas por otras quizá más
genuinas por las que sí merecerá la pena tu batallar, por las que tendrá sentido
y será necesario derrochar el efímero caudal de una vida, agotar el propio
camino que crearon, en su solitario andar, tus pasos. Bien mirado ¿cabe mayor
codicia que la de marcarse y seguir el propio rumbo, en ese estado de consciencia
crepuscular donde las cosas no son sólo posibles o simplemente probables, sino
inevitables, necesarias? Aún puedes rescatar tu tiempo de la cadena de la prisa,
de la impostura impuesta. Festina lente.
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