“Tus
garras no pueden hacerme mal alguno,
Ghuleh,
aunque amontonases montañas de hierro.
Vuelve
a tu forma real y te hablaré con mi espada.”
(Firdusi,
Sha Na Meh)
Muerto
ya sobre su trono y apoyado aún sobre su cayado, los genios a los que esclavizó
la magia de Salomón y que no fueron encerrados en vasijas lacradas con su sello,
aunque presumían de conocer lo oculto, siguieron trabajando dóciles y
atemorizados. Sólo cuando la carcoma deshizo el cetro real, fueron conscientes
del macabro engaño.
La
nobleza diabólica de estos príncipes, duques y reyes encadenados por el lazo
invisible de su soberbia era, pues, de pacotilla. Qué fácilmente supo ver el
Sabio que tras la aparente genialidad se escondía una debilidad cuyo potencial
supo aprovechar en la construcción del reino. La fuerza del conjuro no era sino
la de, ars goetia, conocer el nombre-lazo.
No
importa la camaleónica forma que adopten, si tu oración no extravía su atención e intención.
No te distraigas. Velar… velar lo es todo.
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