"La luz del cuerpo es el ojo;
de esta forma, si tu ojo es uno,
todo tu cuerpo estará lleno de luz.”
(Mateo 6, 22)
“Por doquier reina el arbitrio de la dualidad,
salvo en esa flama pura, vero asiento del
alma,
en el que todas las cosas se reúnen,
para así ser
una.”
(René Descartes)
El principio
de correspondencia, que otrora inspirara el árduo afán científico de Hipócrates, Galeno,
Paracelso, Giordano Bruno o Isaac Newton, ha sido relegado a superchería
mágica. Al hombre y mujer modernos les escuece la razón eso de imaginarse
influidos por instancias tan altas como las del cosmos, para explicar la actual
sobre acidosis heliogénica.
Allí donde nuestras
vidas no son sino meras peonzas al albur de los heliomagnetismos,
selenomagnetismos y geomagnetismos tormentosos que tienen lugar de marzo a mayo,
en julio y en octubre, resulta muy difícil eso de reivindicarse con libre
albedrío y responsabilidad sobre los propios actos, como demostraron sobradamente
los trabajos de Oleg Shumilov, Michael Rycroft, Kelly Posern y el Eclesiastés.
Las pautas
autolíticas, los desordenes cardiológicos y la producción de melatonina son
afines al ritmo cósmico. La epífisis (piña simbólica, tertium oculus, janua
sellata), vestigio retinal pseudoatrofiado, actúa como una suerte de
transductor magnético, capaz de unir “lo que está arriba con lo que está abajo”,
al ser humano con el todo del que es parte. Los pensamientos, que erróneamente
consideramos auto producidos y creemos propios, son materia cósmica: sutil noosfera,
que abre en el serpentino ascenso entrecruzado de la Psychotria viridis y la Banisteriopsis
caapi, culminando el bastón de Asclepios. Siete
semanas bastan para arrancar la flama pura, el invisible sol que yace vivo en
la piedra.
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