Yo estaba equivocado, más
equivocado aún quizá que ahora. Mi vida estaba dirigida mucho más por las apariencias
de un ideal heterónomo que por el reconocimiento de la verdad; por la búsqueda
de dinero más que por la búsqueda del verdadero sentido. Vivía dirigido por
todo tipo de presiones externas, desoyendo los deseos íntimos de mi corazón.
Incapaz de ver las cosas como son, como siguen siendo, sufría porque ignoraba e
ignoraba por qué sufría. Tuve avidez y falsifiqué el amor como el que más.
Detenido en los pormenores del
tronco, ignoraba así el milagro del árbol; atrapado en la hermosura del árbol,
desapercibía el cántico del bosque; ensimismado en la sinfonía de ser uno en la
magia de la caminata, olvidaba arroparme en el silencio. Perdía lo más
importante, al mismo tiempo que caía en el espejismo de que sentir, pensar y
creer que progresaba. Yo también era, aún sigo siéndolo, quizá un tanto menos,
una isla arrogante. En pos de ser más y más estratégico, renuncié al proyecto de
alcanzar ser humano. Vendí de saldo mi alma al diablo.
Mucho me costó comprender la necesidad
de conformarme con mucho menos, lo importante que es saber quedarse quieto, allí
donde encuentres tu casa provisional. Decepcionado, muy tarde descubrí que el
vertiginoso asalto de nuevos deseos no es sino parte de un distractor carrusel del mundo.
Fracaso tras fracaso, adquirí la neutra distancia de Apolo, conocí el efecto
reparador de la conciencia presente, purificando el espejo de mi alma. Sabio
dolor así transmutado, eco que aún reverbera, dulce Beatriz, en distancia. Quizá. Tal vez. No
sé.
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