“El deseo prometeico de suplantar
a Dios
es totalmente inherente al ser humano.”
(Jean Paul Sartre)
En mayor o menor grado, todo ser
humano siente un cierto grado de fascinación hacia el sistema operativo en el
que se haya inscrito y del que él/ella mismo/a forma parte reguladora. Su
esencia creadora le insta a observar un orden que, por natural, presume divino,
mediante un distanciamiento reflexivo que le permita (la posibilidad) de hackear
al mismo Dios. Tratar de adueñarse así de su propio misterio, reconstruir su
propio código, ampliar los límites del tiempo (inmortalidad), del espacio
(ubicuidad) y del sentido (autoconocimiento). Cumplir el ansiado deseo de la
auto-re-programación divina en nosotros, que termine por burlar el abismo de la
disolución a la que necesariamente parecemos abocados como creaturas. Volver a
la usurpada condición paradisiaca a golpe de tecnología (fisio, bió, info).
Dios debe haber dejado las contraseñas de acceso a sus secretos por alguna
parte.
Poco a poco hemos ido empleando
el tiempo que hurtábamos a sudar el pan, a encontrar el modo de que (primero)
lo suden otros por nosotros y (segundo) que lo suden las máquinas, suplantando
la “condena natural” por la “liberación técnica”. Hemos suplantado, orgullosos,
al tecnócrata máximo, el supremo artífice del universo. Hemos desvelado la
trama y urdimbre que celosamente protegía el demiurgo en su afán por garantizar
nuestro dócil (sudoroso) sometimiento a la supervivencia. Ello explica la
proliferación de puestos de mercadillo que gritan a los cuatro vientos “compro
y vendo oro”. La pericia alquímica se adquiere en talleres de fin de semana. En
cada pequeño gesto, creamos –doméstico y cotidiano big-bang- de nuevo el
universo, una y otra vez, el universo. Bien mirado, prodigiosos poderes se
ocultan en la eternamente tuneada soberbia de la manzana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario