“Escondidos tras los ecos de
palabras vacías,
no sucumbáis a la fuerza de la
costumbre.
Sed lámparas encendidas con
aceite real.”
(Yekutiel ben Isaac)
Someterse a la verdad no
significa confundir esta verdad con ninguna de la formas en las que dicha
verdad se expresa y no digamos ya con ninguna de las interpretaciones que, de tales
formas, pueda haber sido realizada en el pasado, en el presente ni en el futuro.
Allí donde lo real se revela diverso, la rigidez y el monolitismo significan
alejamiento. Es la diversidad una perenne invitación al encuentro desde la fraterna irrealidad que somos, desde nuestro reconocimiento como evanescentes reflejos,
destellos que no se aferran ni tratan de permanecer en la mágica iridiscencia
del aquella superficie espejada que les otorga pasajera forma.
Someterse a una verdad inasible
es renunciar a dejar huella, llamar a todas las criaturas a despertar una
conciencia de precaria vacuidad. Un despertar que involucra la simultaneidad de
todos, de todo en el desvanecimiento ante lo real. Inútiles aquellas palabras que
encienden el recuerdo de la ausencia, que impregnadas de su perfume, no hacen
sino volver mucho más denso el innecesario velo. ¿Qué necesidad tiene de protección
lo real? ¿Quién cree posible protegerse de lo real? ¿Quién se cree con derecho
a acallar con palabras su silenciosa voz? ¿Quién se interpone? ¿Qué puede ser
más necesario? ¿Quién osará negar que esto fue escrito y leído? ¿Quién
recordará haberse distraído, haber olvidado, una vez más, someterse a lo real?
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