"La humanidad se extingue
en todos aquellos que guardan silencio
ante la tiranía"
(Éxodo 14, 13)
"Y cuando todo esto suceda,
erguíos y levantad la cabeza:
se acerca el Reino."
(Lucas 21, 28)
Cuando Hades
secuestró a Perséfone en la pradera de Nisia, según nos cuenta la tradición, lo hizo utilizando un
señuelo más que inapropiado, pero muy eficaz: la hermosa, aunque maloliente, flor del Narciso.
Se aprecia así, cómo lo fingidamente semejante atrae con fuerza a lo semejante, como demuestra la ciencia del
camuflaje.
Desde que el egocéntrico Sigmund
Freud cuestionara la adecuación a la normalidad del vulgar amor propio,
ha llovido mucho. Sin duda ese debía ser un rasgo de personalidad que llamaba
su atención en la medida en que el padre del psicoanálisis
se proyectaba en él, y, ejerciendo la noble tarea de fiscal-terapeuta, (¿Quién
vigila a quien vigila al policía?),
le cargaba el muerto sus clientes-pacientes.
Conlleva implícito un
proceso recursivo: se ama al que se ama a sí mismo. En otras palabras, Narciso
no cayó en la trampa de enamorarse de su reflejo en el agua, sino del amor que vio
reflejado en el espejo de sus ojos.
El concepto ha sido contaminado
por la aristotélica noción de virtud, que entiende ésta como moderación entre excesos. El engaño
reside en que quién decide los extremos lo hace bajo un criterio parcial, esto
es, aquel que se establece en torno a ciertos intereses propios.
Una vez más, parece cierto
el aserto de “quién hace la ley, hace la
trampa”, o aquel otro que de igual manera sostiene que “quien parte y reparte, lleva la mejor parte”.
Y no digamos, aquel otro de “el primero,
capador”. La desconfianza paranoide de que hace gala del refranero popular,
resulta proverbial.
Pongamos un ejemplo
práctico: ¿Qué crees que iba a ocurrir si otorgamos a una persona muy envidiosa
la responsabilidad de evaluar las habilidades de alguien? ¿Coincidiría su
calificación con la misma que podría hacer de sí misma la persona interesada?
¿Quién puede juzgar a quién?
En el caso de que nuestro supuesto
envidioso evaluador sentenciara: “el sujeto sobreestima sus habilidades y tiene
una excesiva necesidad de admiración y afirmación”, ¿cómo podríamos estar
seguros de que dicha sentencia está menos movida por su envidia que por su “juicio de objetividad”?
El dilema es irresoluble.
Hace mucho tiempo que tomé clara consciencia de que el mejor modo de manipular
a alguien consistía en ser el primero
en decirle en tono suave pero firme y, lo más importante, ¡en público! la siguiente fórmula mágica:
“Mira que eres manipulador”.
Si tenemos en cuenta el
diagnóstico oficial, lo que único que separa a la persona narcisista de la
psicopática es su carácter neurótico: Narciso sufre cuando los demás no
atienden su agudo egoísmo, aunque, al igual que el psicópata, también dé sobradas muestras
del desinterés que siente hacia las necesidades y sentimiento ajenos. Al menos
el psicópata finge ser encantador con el prójimo, lo
que le otorga una mejor consideración social inicial. No tiene la misma suerte, en cambio,
la persona narcisista, en una sociedad en los libros de autoayuda han conseguido estafar al imaginario colectivo, consiguiendo
que la “moderada autoestima” esté sobrevalorada.
En los agitados tiempos que corren, ¿cuánto narcisismo podría ser considerado como lícito o
saludable?
Los antiguos tenían términos
muy ricos en significado que no son contemplados desde la etiqueta oficial. Así
encontramos términos tan variados como soberbia, vanagloria, altivez, chulería,
arrogancia, presunción, orgullo, vanidad, egoísmo, egocentrismo, dominación, beneficio,
interés, derecho al abuso…, por lo que se refiere a la banda latina. Grecia,
por su parte también nos obsequia con otros, quizá algo menos conocidos, al
menos fuera de aquellos ámbitos que consideramos especializados: hybris/némesys,
élite…
La sociedad de consumo, que
sabe más psicología que muchos especialistas, nos refuerza centrífugos con
eslóganes centrípetos: “lo que tú necesitas” (compra). La religión nos reclama
antes centrípetos, para condicionar mejor de este modo el desenvolvimiento más benévolo
de nuestra centrífuga ética: “ama a tu enemigo” (examina tu conciencia). Por
eso la mónada simboliza de un modo certero el continuo vaivén en el que
ha de transcurrir la dinámica de nuestra vida.
El devenir de los tiempos ha
ido intencionalmente encaminado a potenciar nuestro individualismo hasta
niveles que hace unas décadas hubieran escandalizado a nuestros padres. Desde
las más variopintas áreas de investigación se ha recomendado a los gestores la
necesidad de aislar al sujeto, no en orden a fomentar su autonomía, sino su
dependencia y, con ello, su total sometimiento y docilidad.
Comenzaron suscitando la
desconfianza por el grupo comunitario, luego el objetivo a batir fue la familia
y por último, la pareja a sucumbido al embate. Ansioso, desasistido, solitario,
el individuo busca compensar a toda costa su angustia vital y la pérdida de
cualquier clase de lazo afectivos consumiendo.
Aceptará las condiciones degradadoras más extremas, incluso la esclavitud
laboral, con tal de tener acceso al consumo: Tanto tienes, tanto vales. El
mercado no necesita ya seres humanos, en cuanto estos no supongan, de forma
directa o indirecta, flujo económico. Hoy sólo hacen falta los clientes.
Cualquier umbral de
narcisismo es admisible, en la medida en que te lo puedas costear. De lo
contrario más vale que te busques un
terapeuta o psiquiatra que no sea muy caro. Nadie estará dispuesto a aguantar
tu egoísmo gratis. Malos tiempos para la lírica.
Mandan los mercados.
Proporciónate una apariencia adecuada, disfraza tu olor nauseabundo con un
aroma de moda, construye tu autoestima a golpe de Visa. Eres el Narciso que
estamos buscando. “¿Quería alguna cosa más? Tenemos en promoción…”
Podríamos seguir nuestra
enumeración hablando, por ejemplo, de colectivos narcisistas, que exhiben sin pudor
su orgullo, países narcisistas que sienten natural su derecho a colonizar a
otros “inferiores”, especies narcisistas que confunden el término medioambiental
con “a la medida de mis necesidades”, religiones que, en su narcisismo se
sienten “elegidas” por el mismo Dios, razas narcisistas, etc., etc.
La postmodernidad tiene muy a
gala el ser narcisista y proclama enardecida el “todo vale” en la medida en que
rinda culto al “YO”. La hamartia de Narciso supone una salutífera y
necesaria catarsis en el corazón de los más dóciles espectadores del mito. La
lucidez, en cambio, habrá de conformarse con extinguirse poco a poco, en los
abismos de la general sordera de los tiempos, casi imperceptible, condenada a
la inútil reverberación del eco.
Preguntado Tiresias
sobre la esperanza de vida del fruto de la violación de Liriope por Céfiro,
aquel ciego clarividente sentenció la clave del asunto: “Sí, siempre y cuando nunca se conozca a sí mismo”. Pocas veces se ha
dejado algo de suma importancia tan claro: el módico precio del autoconocimiento es la
propia muerte. ¿Te animas?
Extracto de nuestro libro: Cónócete. (Próxima aparición)