“Tú
que ingenuamente pretendes
reducir al Eterno a tu entendimiento
¿con qué Lo piensas comparar?”
(Isaías 40, 18-25)
La realidad es fractal: unos órdenes se
suceden a partir de otros previos, copiando la estructura y morfología de estos.
¿A qué modelo inicial entonces se corresponde el diseño y la estructura del fractal
humano? ¿De dónde, a imagen y semejanza de qué ¡y por quién! fuimos copiados
los seres humanos? Preguntas como estas, levantan un intenso dolor de cabeza a una especie
tan antropocéntrica como la nuestra, acostumbrada a sentirse centro y medida de todas las
cosas, cuando sólo es parámetro, referencia, de un modelo previo esencial. Sentirnos meras
copias quizá hiere de un modo profundo nuestro orgullo, hasta tal punto que, en
defensa de nuestra débil cordura, negamos dicha posibilidad. Preferimos sentirnos tan
especiales como el que más. Nuestro narcisismo es tan frecuente que termina por
abocarnos a la más irredenta vulgaridad. Y así, no conseguimos salirnos del bucle.
Uno de los problemas de la metáfora es la de
atrapar la magia de aquello que pretende trascender, convirtiéndose en simple adjetivo
calificativo, como ocurre con el protagonismo que adquiere el dedo que señala a
luna, frente al astro señalado o como sucede con aquellos carteles al comienzo de una localidad,
tan sobradamente distantes de nuestro lugar de destino. Demasiado a menudo, nuestra
pereza nos lleva a identificar (confundir) medios y fin. Ya nos advertía (y parece que en vano) Alfred
Korzibsky que el mapa NO ES el territorio.
Sea como fuere, la palabra y la idea sólo
penetran en el sujeto cuando se adaptan a su nivel real de comprensión. El
problema es cómo transformamos (adecuamos al nivel de entendimiento del sujeto)
en ideas y palabras algunas realidades que son tan extremadamente remotas y
complejas al mismo tiempo que sutiles, como el “inexistente” centro de una gruesa cebolla, que
sigue oculto capa tras capa. Usemos, pues, el paso a paso de lo natural: para llegar
el núcleo de ciertos frutos, habremos antes de hacer el esfuerzo de despojarlos
de toda su resistente cáscara. Dicho de otro modo menos elegante, resulta complicado
apreciar la belleza de un paisaje cuando no somos conscientes de las gruesas
legañas que impiden llegar el reflejo de la luz a nuestros ojos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario