“Así, dame tu mirada una
y otra vez,
para que regrese a ti deslumbrada,
humillada, vencida…”
(Qurân 67, 4)
“Gozos y sufrimientos de
la luz,
los reflejos cromáticos
nos muestran la escala
por la que se alcanza la
Vida.”
(Goethe, Fausto)
Aunque el misterio del conocer
se imbrica en los actos del sentir y del pensar, no se agota en ninguno de ellos.
El desdeñado mapa del alma humana, toda vez que se resiste a ser cartografiado,
delimitado o aprisionado por la forma o la palabra alguna, persiste como
certeza inefable, capaz de abrasar el fénix de la imaginación creadora y darle renovada
vida, latido luminoso y tornasolado, gozo coloreado y vibrante a lo que antaño
fuera sombra gris, fáustica ceguera espiritual, recuerdo incomprensible, ceniza.
Recobrar la experiencia
de lo sutil en la conciencia. Mirada interior que se sabe, porque se reconoce, mirada. Instante elocuente en el que brotan y confluyen
dos mares, la mirada y el sentido, percepción y significado. Pura apertura,
vacía e insegura, que todo lo abarca y lo entiende, encuentro imposible entre
los mundos tan distantes. Regreso. Ascenso que reúne. Aprender a rescatar la
luz de la mirada, a mirar desde el reencuentro del alma, una vez, claro está,
que ésta haya sido recordada, esto es, devuelta al corazón que sabe.
Luz sobre luz, que no
necesita sombras, radiante aceite que no requiere llama, una mirada así, no se
limita a ser testigo: requiere la luminosa caricia y sale a abrazarse a los
colores, recuerda el compromiso, germina lo real. Cuando el alma se torna un
mapa inútil ¿quién necesita razones a falta de memoria? ¿Quién le recuerda a la
frustrada y estéril ceniza que un día fue resplandeciente gozo y sufrimiento, ardiente
brasa? ¿Quién le devuelve la verdadera mirada? La que no se dobla. La que no da
marcha atrás ni pasos en falso. La que no traiciona lo real. Aquella capaz de
besar la luz que la besa.
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