“Algunas almas se
muestran cuál pura luz de luna.
Otras, más irisadas,
ofrecen ofídicos rasguños pálidos.”
(Plutarco, De sera Numidis
Vindicta, XXII)
La metafísica de la luz
siempre distingue entre la mirada divina, la mirada sagrada y la ceguera. Así la luz y
las tinieblas pueden ser consideradas bajo esta triple perspectiva tan ajena a
convenciones y consensos, inmersa en la fértil elocuencia transformadora en la
que se estructuran los distintos órdenes
simbólicos, la que garantiza la reflexión paradójica, aquella que resplandece luminosa para el
alma.
De algún modo que aún no
comprendemos bien, el alma sabe que toda luz proviene del interior. Sin esa luz,
el mundo enmudece en la sombra, se torna huella. Desde ella, en cambio, la total oscuridad se revela fuente
luminosa. Esa forma de estremecer el lenguaje y torcerlo más allá de toda
posible polisemia fatiga y agota cualquier clase de lógica, sobre todo para quienes
aún confunden alma y retina.
La mirada divina
construye la necesidad. La mirada sagrada revela la arbitraria posibilidad del
azar. La ignota ceguera nos oculta nuestra total falta de libertad y nos
inventa responsables. ¡Como si fuera posible escoger la mirada o el alma de la
música se agotase en la partitura! Sabiduría ensoberbecida que confunde cifra y
descifra, hermenéutica con coleccionar diccionarios de símbolos, el 1,3 y el
1,6, palpando a tientas, tropezando con las sombras, sin ochema ni auge, incapaz
de encontrar, caleidoscópica luz sobre luz, la alacena del corazón.
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