miércoles, 15 de agosto de 2012

Alacena del corazón

“Algunas almas se muestran cuál pura luz de luna.
Otras, más irisadas, ofrecen ofídicos rasguños pálidos.”
(Plutarco, De sera Numidis Vindicta, XXII)






La metafísica de la luz siempre distingue entre la mirada divina, la mirada sagrada y la ceguera. Así la luz y las tinieblas pueden ser consideradas bajo esta triple perspectiva tan ajena a convenciones y consensos, inmersa en la fértil elocuencia transformadora en la que se estructuran los distintos órdenes  simbólicos, la que garantiza la reflexión paradójica, aquella que resplandece luminosa para el alma.

De algún modo que aún no comprendemos bien, el alma sabe que toda luz proviene del interior. Sin esa luz, el mundo enmudece en la sombra, se torna huella. Desde ella, en cambio, la total oscuridad se revela fuente luminosa. Esa forma de estremecer el lenguaje y torcerlo más allá de toda posible polisemia fatiga y agota cualquier clase de lógica, sobre todo para quienes aún confunden alma y retina.

La mirada divina construye la necesidad. La mirada sagrada revela la arbitraria posibilidad del azar. La ignota ceguera nos oculta nuestra total falta de libertad y nos inventa responsables. ¡Como si fuera posible escoger la mirada o el alma de la música se agotase en la partitura! Sabiduría ensoberbecida que confunde cifra y descifra, hermenéutica con coleccionar diccionarios de símbolos, el 1,3 y el 1,6, palpando a tientas, tropezando con las sombras, sin ochema ni auge, incapaz de encontrar, caleidoscópica luz sobre luz, la alacena del corazón.





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