“Y
verás las montañas,
que
tan firmes parecen ahora,
pasar
como pasan las nubes.”
(Qurân
27, 88)
La
aflicción y desesperación que caracterizan al hombre del nuevo milenio ha
venido como consecuencia de haber disfrazado bajo el espejismo tecnológico la
realidad, y haberse olvidado del truco, para confundir así disfraz con piel. Su
obstinada soberbia le ha hecho perder consciencia del ardid en el que su
esencia tuvo origen: la ilusión de separación que facilitaría no sólo el deseo
del reencuentro sino, también, su posibilidad, en el conocimiento de sí mismo.
Acabamos
así confundiendo lo que es con lo que nos parece, incapaces de ir más allá de
la burda estadística fenomenológica y otorgamos plenos poderes a lo que no es sino
vano delirio. La ilusión de la realidad no destruye la realidad, aunque sí para
nosotros. Nos creemos así destructores y constructores, destruidos y
construidos por nuestra falsa percepción del mundo, nuestro autoengaño, nuestra
autosugestión.
La
humanidad adolece de ser forma sin contenido, rutina vacía, automatismo vital,
desvarío colectivo sin rumbo, agitación sin causa ni fin alguno, infinita sucesión
de tópicos y modas que se renuevan conforme se desgastan, como las sombras.
Bien mirado, en el fondo, nadie es inocente de su propio desprestigio. Así, lo
que un día fue llamado ser humano, ya sólo es un zombi tecnológico tan patético
como desvirtuado, ajeno incluso a su propia muerte.
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