“Inexpresable
es todo aquello
que
se muestra a sí mismo.”
(Ludwig
Wittgenstein, TLF 6.522)
Quien quiera controlar a un ser humano,
deberá controlar antes su pensamiento.
Quien quiera controla el pensamiento,
deberá controlar el lenguaje.
Sobran las palabras.
(George Orwell, 1984)
La
estrategia disuasoria de confundir lenguas y atropellar la riqueza semántica de
los vocablos -desde los tiempos idílicos babilónicos hasta nuestros aciagos días-
ha cobrado un diabólico énfasis eufemístico inusitado, deformándolos, invirtiéndolos
o desplazándolos de la forma más perversa y tanto como sea posible.
Términos
como “espíritu”, “metafísica”, “esotérico” o “intuición” han caído de lleno en
el campo semántico de la psicopatología moderna, como formas más o menos
disfrazadas del delirio. Otros, como el de “iniciación”, han sido muy convenientemente desplazados
desde el ámbito de la psicología religiosa al de la psicología social o grupal, como
pauta descriptiva de comportamientos mafiosos o sectarios.
La tiranía del lenguaje también ha desechado términos como "inefable", dado que la modernidad entiende que no existe nada de lo que no se pueda hablar, si no es como fase previa a su confirmación o posterior desecho como hipótesis de trabajo empírico. Wittgenstein tenía, quizá a su pesar, razón al concluir ¡con palabras! la esencia de su mítico Tractatus. No queda otra: Silencio metódico, ergo, tradicional. Así pues, no haga ningún caso a lo leído y, por lo que más quiera, no se le ocurra tirar la escalera, después de haber ascendido por su atenta lectura (no vaya a ser que luego prefiera volverse a bajar y no encuentre cómo).
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