domingo, 2 de septiembre de 2012

Keter Elión


“Así, al ocultar tu rostro,
también nos salvas.”
(Isaías 45, 15)

 




Así como nosotros ocultamos nuestro quehacer visceral bajo el saco epidérmico, y este último aparece protegido del pudor y los rigores invernales bajo varias capas sucesivas de mudas, atuendos, mandiles, galones e insignias, de igual forma el núcleo esencial de la realidad se oculta en la condensación jerarquizada de los mundos en sucesivas miríadas de planos y formas que muestran su rostro público a la mirada extraña. No los necesita la mirada íntima, que sabe cuanto se oculta bajo ese universal manto y conoce la estructura y sus entrañas.

 
Ni siquiera los amantes penetran los húmedos y oscuros recodos perfumados de la epidermis, abiertos tan sólo a la mirada experta y benefactora del cirujano o a la más aséptica del forense, aquietado el cuerpo, ya sin pasión, por la anestesia latente o definitivamente detenido por la muerte. No basta la perspectiva anatómica, hace falta vivir en el cuerpo, habitarlo durante el breve lapso de una vida, para saber qué alma guarda dentro y lo permea todo. Igual ocurre con el Anima Mundi, campo escalar que misterioso impregna el conjunto de universos.


Pero de los diferentes tipos de potencias o facultades y vitalidades contenidas en la esencia intrínseca del alma entera, cada uno de los órganos del cuerpo recibe el poder y la vitalidad asignada a éste conforme su capacidad y carácter — el ojo para ver, el oído para escuchar, la boca para hablar, etc. Así, la manera en que los diversos órganos corporales expresan y manifiestan facultades diferentes no se debe a un alma diferente, o parte del alma, inherente en ellos, sino que dependen de ella merced a su propia capacidad y composición diferente, igual que la luz, sin perder su propia esencia clara y lúcida, ilumina de un modo distinto las diversas estancias ocultas y escondidas de una casa.

 

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