“¿De qué sirve una oración
pronunciada por un corazón alejado de Dios?”
(Abu Ata al-Iskandari)
“Algunos llaman vitalidad en los zombis
a lo que sólo es inercia.”
(Renè Guènon, Carta a R. Schneider)
Cualquier acto realizado con el corazón puesto a disposición
del Eterno, posee contenido ritual, más allá de cuál sea su forma. Cualquier
forma ritual realizada desde el ego es mera impostura, farsa vana. En la
intención de la atención reside (anida o no) la Tradición. Lo espiritual no se finge,
se vehicula. Tiene lugar en y desde la intimidad con la Inmensidad de la Realidad
Única que otorga raíz y da sentido a lo creado.
Ha de haber, pues, un compromiso anegoico antes con el
contenido que con la forma, incluso allende las formas. Eso significa quizá la
quietud silente: un compromiso que, por ser anegoico, no es menor. Muy al
contrario, bien puede decirse que sólo esa clase de compromiso es Real, por ser
esfuerzo y servicio en Verdad desinteresado. Vaciado de sí. Puro.
No cabe pues Tradición impostada. Allí donde se transmite
lo que se recibe, no cabe un ápice posible de “metal”, que no es sino “otro nombre”
para definir y delimitar las múltiples y extendidas formas que adopta el
disfraz de la impostura. Compromiso anegoico entre almas vaciadas que se hacen
una: comunidad. Nada que ver con el interés individual en lo grupal, que, por
conveniencia y en su delirio pseudo-espiritual, adoptan una máscara tradicional
y “pasan el rato”. Allí donde lo “eso” de lo “exo” se convierte en mueca, perversa impostura mal disimulada bajo el torpe
disfraz, negocio.
El árbol bien atado a la fértil raíz, se libra indolente de la
innecesaria hoja caduca. La hoja perenne aún soporta estoica los crudos rigores
del invierno. Todo en la naturaleza, también el otoño, posee un carácter tradicional,
esto es, antes que nada, oculto y activo, radical, rito. Un libro bien rebelde que, en la medida que se nos revela, habla, se muestra incapaz de callar y así nos deja enSimismados y desegotizados, ad maiorem Dei Gloria.
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