“Soli, invicti
comiti.”
("Al Dios Solar, compañero invencible".
Inscripción
de un medallón romano)
“Agios o
Theos,
Agios
Iskyros,
Agios Athanathos,
eleison imas”
(Trisagio griego)
“Era la luz en las tinieblas,
más las tinieblas no lo
entendieron”
(Juan 1, 5)
El Adviento constituye un
periodo magnífico de espera espiritual. Miramos la gélida noche invernal
esperando -quizá la gracia de que nos llegue- una Palabra desde el Cielo (nivel
macrocósmico), o tal vez miramos atemorizados la negritud de nuestra alma
escéptica y desesperanzada, presa del miedo y el desencanto vital, sumida en
tantos desengaños que destilan un tedio amargo que parece allí instalado para
siempre y reseca de un modo certero nuestro corazón a fuerza de padecer
continuos sufrimientos (nivel microcósmico): ¿Hay peor lugar para el
renacimiento de la
Luz?
Y sin embargo es allí –en medio
de la plena oscuridad de nuestra alma- donde tiene lugar el milagro cotidiano,
la victoria inesperada de la
Luz que brota en el centro de aquella negrura y que –al
principio de un modo insignificante, semejante a un grano de mostaza
(
Mt 13, 31-32)- traza los contornos donde se unen el Reino y los Cielos, el
establo semi-derruido – Virgo genitrix- que será Morada Axial y Corazón de Luz
tras su total rendición a la
Acción del Espíritu. Un alma que se sabe esposa de
la Luz y madre de
la Palabra:
Comunión e Invocación.
Siguiendo
la Tradición
y asistidos por nuestros Maestros espirituales, protegidos por el Guardián de
este santuario “improvisado”, invocaremos –quizá desde el silencio –pero en
actitud adecuada de sumisión, fidelidad, perseverancia y esfuerzo de
concentración- la llegada victoriosa del sol en los horizontes cósmico e íntimo,
para sorpresa de nuestra permanente tendencia a la auto-afirmación y dispersión
profanas.
Situados en el Axis Mundi
–estado de Gracia pasivo y activo- desde donde Cielo, Tierra e Infierno (macro y
microcósmicos) nos contemplan y claudican (2 Fil 10), invocamos la presencia del Sol Invicto, involuntarios
garantes de su Reino.
En el día del “Sol Nuevo” (Dies
Solis Novi) comienza un nuevo ciclo (año). Por lo que nos cuentan los
arqueólogos, esta divinidad solar tenía un lugar privilegiado entre los dioses
primordiales (Dei Indigetes) y sus rastros abundar por doquier, ya sea en forma
de símbolos, signos, hierogramas, rudimentarias anotaciones en calendarios y
estelas astrológicas, en distintas dibujos realizados sobre vajillas, armas
(labrint arcaicas), utensilios y ornamentos, cavernas, círculos rituales de
piedra… Su representaciones más habituales son en forma de carro solar, discos
radiales y cruces de todo tipo (sobre todo svásticas).
Los solsticios, por su carácter
de fenómeno natural, albergan una significación simbólica y espiritual especial,
ya que al ser percibidos por los sentidos, sobrecogen de un modo intenso y
ayudan al ser humano a restablecer una comunicación (comunión) con aquello que
le trasciende.
Con sus fases –ascendente y
descendente- el Sol, luz de los hombres y de los campos, constituye el símbolo
cósmico por excelencia. El solsticio de invierno, antesala de los rigores
estacionales, constituía un punto crítico que se vivía con especial dramatismo,
sobre todo por la inmersión en las zonas polares en la pesadilla de una
interminable noche. El punto más bajo de la eclíptica mostraba un astro
mortecino, el momento donde la “luz de la vida” parecía apagarse, desaparecer,
precipitándose en la tierra helada y “desolada”, engullido por las aguas, por
las sombras de los bosques, para desaparecer de forma
irremediable.
Pero entonces, contra
todo pronóstico, ese débil faro celeste remonta su posición, adquiere fuerzas
para elevarse de nuevo, desprendiendo una claridad renovada. Y es entonces
cuando de nuevo –tímidamente- se abre paso la vida, renace la esperanza de un
nuevo ciclo, un inicio, un comenzar. La “Luz de la Vida” triunfa y resplandece otra vez. El
“Héroe Solar”, vencedor sobre sí mismo, conquistador de sí (el
término “jaina” -Jainismo-
significa conquistador, al igual que Mahavira), surge del abismo invernal, renace
de las aguas heladas. Más allá de la sobrecogedora oscuridad y del frío mortal
se experimenta y se vive un nueva liberación: el Árbol Simbólico del Mundo que
sostiene la Vida
se anima con fuerzas renovadas.