“El sabio prefiere
siempre la alternativa bella
a la meramente placentera.”
(Jenofonte, Hiêron)
“No es bueno para nadie
pensar en su actividad
en los términos más odiosos.”
(Leo Strauss, Filosofía Política)
Siempre he preferido realizar la
labor del “coach espiritual” frente a la de la “maestría”. En la segunda tienes
que timar al neófito que suele partir de cero en las lides de la estafa
espiritual, mientras que en la primera trabajas ya con “timados ya consumados
como timadores” a los que tratas de ayudar a “distinguir entre calidades y quilates”.
¿Cómo se llega a ser un buen “coach
espiritual”? Fundamentalmente se trabaja en dos vías. La primera, más
extendida, a través de los profesionales de la espiritualidad, previo pago de los
derechos de franquicia y protección de la “marca espiritual”, certificando la
adscripción al gremio correspondiente, silsila, cadena iniciática, obediencia, linajes,
etc. reconocida en el competitivo sector de la finanza espiritual “ortodoxa”. La segunda, requiere de virtud, y es la que
elige el sabio, que aprende por sí sólo, observando a los “profesionales”, a
través del esfuerzo reflexivo (luego tampoco es gratis). No requiere de
enseñanza, sino celo honesto y perseverancia en el auto aprendizaje.
Sostener un orden espiritual
defectuoso es una cuestión muy delicada, sobre todo para quién se encuentra a
la cabeza del tinglado. Soy consciente de que la mayor parte de mis escritos
adolecen de un enfoque patológico que privilegia el diagnóstico, en detrimento
de uno más terapéutico, orientado a mitigar las deficiencias. Lamento señalar
que esta nueva obra no será una excepción. No soy de los que gustan cerrar
heridas en falso, para mejor disfrute de la siesta. Rehúso intencionadamente
recurrir a la claridad de tratado, consciente de que la claridad, más que
beneficiarle, narcotiza al lector, creándole una ilusión de comprensión que,
como aprendí de mi padrino, resulta mucho más perjudicial que dejar la herida espiritual
abierta. Es, por tanto, mucho más conveniente que sea el lector quien, enfrentado
a la oscura confusión del texto, añada y sustraiga lo que debe. Habrá así,
dentro de su incertidumbre, mucha más certeza espiritual, toda vez que demuestre
mucha más atención a los generosos guiños que a su egocéntrico arbitrio. Es
pues éste todo un ejercicio espiritual práctico, sobre la marcha.
En cualquier caso, una conexión
perfecta entre fondo y forma, entre significado y significante, entre doctrina
y contingencia resulta un anhelo imposible. Como saben por propia experiencia
el moderno dramaturgo y el escritor contemporáneo de diálogos (precursores de
bestsellers adaptables al cine o televisión por un ejército disciplinado de
guionistas) tras su empeño solo se esconde cobardía o mero interés pecuniario.
Nadie quiere arriesgarse a exponer algún tipo de pensamiento que incomode a (atente
contra el interés de) los amos, y el diálogo se presta como ningún otro género
para lograr dispersar entre varios personajes (algunos incluso locos) las incómodas
responsabilidades. Aristocles de Atenas,
el de las anchas espaldas, fue uno de los más renombrados entre los cobardes
clásicos. No seré quien censure la sabia prudencia, si además con ella, uno se
garantiza los garbanzos.
Yo, que también tengo a gala ser
cobarde, acostumbro a encabezar mis muchos despropósitos prestigiándolos con
citas ajenas a pleine conneisansse de
cause, a modo de escudo humano que me facilite el arduo trabajo de atrapar
la voluble atención del disputado lector, en un medio tan plagado de
entretenimientos como distractor. Como apunta mi ahijada (y también le
reconozco), son sin duda lo mejor de cuanto escribo (tecleo). Sea como fuere y
para que el coaching espiritual surta el mágico efecto de transformar desengaño en
cuotas crecientes de vera espiritualidad, como en todo diálogo bien urdido, el sabio
ha de tener siempre la última palabra.
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