“Cuando veas a la esclava alumbrar a su ama,
a los descalzos, indigentes y pastores
competir por la construcción de edificios,
la Hora estará muy próxima.”
(Hadiz de Yibril)
Como señalaba acertadamente el ogro de Shreck, todos los seres
humanos estamos construidos como las cebollas, por capas. Exteriormente
mostramos un comportamiento motriz y verbal. Tras él, hay todo un complicado
edificio de creencias que, mientras nos funcionen
como es debido, sin demasiadas grietas o fisuras descaradas, solemos dar
por ciertas, sin entrar en mayores complicaciones. Finalmente, se encuentra el
persistente tirano vital al que,
entre somníferos, ansiolíticos, analgésicos y comida baja en calorías, tratamos
inútilmente de engañar.
Según nos muestra este sencillo esquema argumental, podría decirse
que nuestro comportamiento motriz y verbal se correspondería propiamente con el
cuerpo, nuestro provisional sistema actual de creencias con la intrincada amalgama
neuronal que teje lo psíquico, y el centro de la cebolla, la certeza más intima
y biológica, con el núcleo espiritual. Así, podrás disfrazarte y decir mentiras
a otros, autoengañarte hasta lograr una total autocomplacencia, pero dentro de ti
hay algo que no cambia, pero observa permanentemente los cambios que se suceden
de forma impermanente: el testigo que permanece inmóvil, asistiendo al remolino
cambiante de lo que “llamamos” real.
Dicho testigo constituye la esencia de lo espiritual, la sombra de
conciencia tras la que se ilumina la Luz. Uno de los puntos más privilegiados
desde los que realizar cualquier clase de observación, toda vez que uno se
atreva a intentarlo. No resulta fácil mirar un espejo sin ser distraído
inmediatamente por el reflejo.
Hay algo hermoso y desconcertante en los espejos, que al igual que
le sucediera a Narciso, nos fascina y atrapa sin remedio. Algo que nos recuerda
a nosotros, que nos resulta provocadoramente próximo y familiar. Tal vez porque
nosotros mismos no somos sino una especie de constructor de arquetipos, de
modelador de lo real, que ha olvidado que lo es. Un hacedor de reflejos sin
memoria, cuya capacidad de olvido le hace confundir, en más ocasiones de las
que sería conveniente, imagen con semejanza. Un olvido que, en tanto que es del
todo inconsciente, representa una brutal servidumbre.
El secreto atanor, horno invisible de la conciencia, teje el mundo
y, al reflejarlo, lo hace posible: rebosa.
Cortejo de átomos ensimismados que danzan dóciles en medio de la
nada, arrastrados por una voluntad que los conmueve desde dentro, que los
domina con una caricia suave y perfumada. Con la misma suerte de sortilegio con
que el sacrificio culinario de la cebolla otorga el don de lágrimas. Medusa
fiera, algoritmo que predice el continuo suceder de formas, trasiego del trigo
y la espada al son de la Palabra.
Pobre del corazón que recuerda y se reconoce atado a lo indiviso,
latiendo entre el cenit y el nadir sin ninguna esperanza, sosegado, en rítmica
calma, aguardando ser cercenado por la misericordia infinita de Su espada, para
mejor ser repartido. Odio liberador que al fin, lo que un cruel amor ató sin
reparos, después Él, lleno de infinita ternura, libera, desata:
“Perro
ingrato, llegó tu hora.
¿Acaso llegaste
a pensar que ibas a vivir
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