“Oh
Fortuna, cambiante Luna!
Siempre
creces o menguas.
Odiosa
vida, tan pronto dura
como
luego favoreces al tahúr.
Pobreza
y poder, todo fundes cual hielo.”
(Carmina
Burana)
“Hasta
el más puro de corazón
que
en la noche susurra piadoso sus oraciones,
florecido
el acónito, radiante la Luna,
puede
tornarse destructor Lobo
de
todo cuanto ama.”
(Tradicional
gitano)
Cuando
traspasamos nuestra zona de confort y nos adentramos en la de aprendizaje,
nunca sabemos lo que vamos a encontrar. Nuestro propósito es deficiente;
nuestra intención vaga, a la espera de ilusorias recompensas que nunca llegarán
sin el pago de nuestro esfuerzo constante.
Aprendemos
así, poco a poco, lentamente, a trompicones, cada vez un poco y otro poco más.
Nunca es como al principio habíamos imaginado, por lo que sentimos un miedo tan
real como indescriptible, en la certeza de que algo está muriendo –quizá de
manera irreparable- en nosotros.
Cada
progreso se transforma así en una trampa, un crucial atolladero, una batalla
interminable dentro de nosotros que inmisericorde nos reclama: “Con lo bien que
estabas, ¿quién te mandaría adentrarte en semejantes berenjenales? (Con lo bien
que estabas)”.
El
miedo, siempre el miedo, nos enreda el alma a cada paso, zancadillea cada
latido, ensombrece cada esperanza. Nos desanima, nos paraliza, nos detiene. Nos
asusta, nos derrota e incansable al desaliento termina por vencernos. Al menos, eso es lo que busca, lo
que da sentido a su afán.
Podemos
estar bañados en el miedo, sin que por ello debamos en ningún caso de finalizar
nuestro aprendizaje, aquel que nos conduce a la zona ignota que anhelamos, nos
adentra en el misterio. Vencido el miedo nos atenaza aún un enemigo mayor, la
ilusión de claridad, el espejismo de apresurarnos tras una certeza irreal.
Quien venció su miedo debe ahora desafiar su prisa, esperar con paciencia y
medir con discernimiento cada nuevo paso. Quien sabe que no sabe, todo lo puede
a su antojo. Su deseo es ley.
Es
el poder el mayor enemigo. Así, quien vence su miedo y comienza a dar pasos
calculados, termina promulgando leyes. Alguien tan poderoso, que se ha rendido
al poder, es más esclavo que dueño de su destino. Y aún queda un enemigo más,
quizá el más cruel, ya que, invencible, sólo puede ser ahuyentado un instante:
el tiempo.
Cuando
ya no tienes miedo, tu claridad es paciente y ya todo tu poder se encuentra
bajo control, sentirás deseos de descansar y tirar la toalla desde un alma envejecida.
¡Sacude tu cansancio y vive tu misión hasta el último de tus días, hasta el
último aliento! Sólo entonces habrás honrado el don de conocer y habrás sabido
merecerlo.